El evangelio de la infancia de Lucas se cierra con el episodio de la presencia de Jesús a los doce años en el templo: "Sus padres iban cada año a Jerusalén, por la fiesta de pascua. Cuando el niño cumplió doce años, subieron a celebrar la fiesta, según la costumbre" (Lc 2,41-42). Al final "bajó con ellos a Nazaret" (v 51). Entre la subida y la bajada tiene lugar la revelación de Jesús, que llena de asombro a los que le escuchan en el templo (v47), y a sus padres (v 48), que "no comprendieron lo que les decía" (v 50).18 Esta revelación está compendiada en las palabras: "¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?" (v49). Ésta es la primera palabra de Jesús que nos ha recogido el Evangelio. Desde el comienzo Jesús pronuncia la palabra fundamental de su vida: "Mi Padre", revelando el misterio de su ser y de su misión. Su primera palabra se refiere al Padre que le ha engendrado eternamente y le ha enviado a hacerse hombre en el seno de María. También a su Padre celestial dirigirá su última palabra: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46). Y, una vez resucitado, también sobre el Padre será su última palabra: "Yo mandaré sobre vosotros el Espíritu que mi Padre ha prometido" (Lc 24,49).
Esta palabra de Jesús, marcando el contraste con las palabras de María "tu padre y yo", dejan sorprendidos a María y a José. Es lo mismo que experimentarán más tarde sus discípulos: "Ellos no comprendieron nada de lo que les decía porque era un lenguaje oscuro para ellos y no entendían lo que decía" (Lc 18,34). Pero María conservaba cuidadosamente todas estas cosas en su corazón. Poco a poco irá comprendiendo que el desapego de su Hijo no es un signo de distancia, sino de una nueva cercanía. En la fe irá comprendiendo que su Hijo tiene una misión que cumplir y se asociará a ella de corazón.
Este episodio tiene un significado simbólico. Es un hecho excepcional, querido por Jesús, que hasta entonces y después "estaba sometido" a María y a José (Mt 2,51). Jesús recuerda a José y a María la ofrenda que han hecho de Él al Padre en su primera presentación en el templo: él se debe a su Padre. Y un día se substraerá a sus cuidados, para dedicarse enteramente a la misión que el Padre le ha confiado. Y, en el cumplimiento de esa misión salvadora, se perderá y no será hallado hasta el tercer día. Ellos "no entendieron sus palabras", pero "María las conservó en su corazón". El final del episodio con el encuentro del Hijo en medio de los doctores admirados de su inteligencia y de sus respuestas es un anuncio, guardado en el corazón de María, de la gloria en la que encontrará a su Hijo resucitado.
A través de las palabras de María oímos el eco del gemido de la Esposa del Cantar de los Cantares: "He buscado al amor de mi alma. Le busqué y no le hallé. Me levantaré y recorreré la ciudad. Por las calles y las plazas buscaré al amor de mi alma" (3 ,1-2). Pero, también, resuena el gemido de María Magdalena, en la mañana de Pascua: "Se han llevado a mi Señor y no sé dónde le han puesto" (Jn 20,13). Cuando María suba por última vez a Jerusalén, a la montaña santa de Abraham, la montaña donde Dios había "provisto un Cordero", durante tres días, María recordará los tres días en que buscó a su Hijo hasta que lo encontró en el Templo, ocupado en las cosas de su Padre. La memoria, "las palabras guardadas en el corazón", le ayudará a vivir en la esperanza.
Pues el episodio del templo es la prefiguración de la Pascua de Cristo, cuando por tres días será substraído por la muerte a la vista de los suyos. Los dos acontecimientos tienen como escenario Jerusalén y están enmarcados en la liturgia de la Pascua. La angustiosa búsqueda de María y de José evoca la tristeza de los discípulos, que han perdido al Maestro (Lc 24,17), a quien buscan (Lc 24,5) hasta que Él se les aparece "al tercer día" (Lc 24,21). La diferencia entre María y los demás discípulos es que éstos son "torpes" para comprender y "cerrados" para creer "lo que dijeron los profetas" (Lc 24,25). María, "aunque no comprendiera", "guardaba todos estos hechos en su corazón" (v 51). Así María permanece abierta al misterio y se deja envolver por él. Así, preparada por el anticipo de la pérdida del hijo a los doce años, puede acoger el designio de la muerte de su Hijo y "estar en pie junto a Él en el momento de la cruz", aceptando que cumpla la voluntad del Padre. Ella acepta que su Hijo ponga su relación con el Padre por encima de los vínculos familiares de la carne. Su fe, sin privarla del dolor, le permite aceptar que la "espada" anunciada le atraviese el corazón hasta la plena manifestación de la luz pascual.
Este negarse a sí misma en relación al Hijo es el camino constante durante toda la vida pública (Jn 2,4; Lc 11,27-28). Es la kénosis de María, llevada por su Hijo de un conocimiento en la carne a un conocimiento de Él en la fe, pasándola por "la noche oscura de la memoria", dice San Juan de la Cruz. 19 Esta noche oscura de la memoria consiste en olvidarse del pasado para estar orientados únicamente hacia Dios, viviendo en la esperanza. Es la radical pobreza de espíritu, rica sólo de Dios y, esto, sólo en esperanza.
María es, pues, la creyente, que consiente a la palabra de Dios en la fe y se deja conducir dócilmente por ella, experimentando el misterio, que se le va aclarando progresivamente. María, guardando la palabra en su corazón, permite que ésta, como espada de doble filo, la traspase el corazón. De este modo sus pensamientos van siendo penetrados por el esplendor de esa palabra (Lc 2,35), que es luz que ilumina a las gentes (Lc 2,32). Es la figura del verdadero discípulo, que asiente a la iniciativa de Dios, dejándose plasmar por Él. La Iglesia naciente se mira en ella como en un espejo para descubrir su verdadero rostro. Y así nos la ofrece a nosotros hoy.
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