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martes, 15 de septiembre de 2009

BENEDICTO XVI - AUDIENCIA GENERAL, Miércoles 12 de agosto de 2009

Palacio pontificio de Castelgandolfo

María, Madre de todos los sacerdotes

Queridos hermanos y hermanas:

Es inminente la celebración de la solemnidad de la Asunción de la santísima Virgen, el sábado próximo, y estamos en el contexto del Año sacerdotal; por eso deseo hablar del nexo entre la Virgen y el sacerdocio. Es un nexo profundamente enraizado en el misterio de la Encarnación. Cuando Dios decidió hacerse hombre en su Hijo, necesitaba el "sí" libre de una criatura suya. Dios no actúa contra nuestra libertad. Y sucede algo realmente extraordinario: Dios se hace dependiente de la libertad, del "sí" de una criatura suya; espera este "sí". San Bernardo de Claraval, en una de sus homilías, explicó de modo dramático este momento decisivo de la historia universal, donde el cielo, la tierra y Dios mismo esperan lo que dirá esta criatura.

El "sí" de María es, por consiguiente, la puerta por la que Dios pudo entrar en el mundo, hacerse hombre. Así María está real y profundamente involucrada en el misterio de la Encarnación, de nuestra salvación. Y la Encarnación, el hacerse hombre del Hijo, desde el inicio estaba orientada al don de sí mismo, a entregarse con mucho amor en la cruz a fin de convertirse en pan para la vida del mundo. De este modo sacrificio, sacerdocio y Encarnación van unidos, y María se encuentra en el centro de este misterio.

Pasemos ahora a la cruz. Jesús, antes de morir, ve a su Madre al pie de la cruz y ve al hijo amado; y este hijo amado ciertamente es una persona, un individuo muy importante; pero es más: es un ejemplo, una prefiguración de todos los discípulos amados, de todas las personas llamadas por el Señor a ser "discípulo amado" y, en consecuencia, de modo particular también de los sacerdotes.

Jesús dice a María: "Madre, ahí tienes a tu hijo" (Jn 19, 26). Es una especie de testamento: encomienda a su Madre al cuidado del hijo, del discípulo. Pero también dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre" (Jn 19, 27). El Evangelio nos dice que desde ese momento san Juan, el hijo predilecto, acogió a la madre María "en su casa". Así dice la traducción italiana, pero el texto griego es mucho más profundo, mucho más rico. Podríamos traducir: acogió a María en lo íntimo de su vida, de su ser, «eis tà ìdia», en la profundidad de su ser.

Acoger a María significa introducirla en el dinamismo de toda la propia existencia —no es algo exterior— y en todo lo que constituye el horizonte del propio apostolado. Me parece que se comprende, por lo tanto, que la peculiar relación de maternidad que existe entre María y los presbíteros es la fuente primaria, el motivo fundamental de la predilección que alberga por cada uno de ellos. De hecho, son dos las razones de la predilección que María siente por ellos: porque se asemejan más a Jesús, amor supremo de su corazón, y porque también ellos, como ella, están comprometidos en la misión de proclamar, testimoniar y dar a Cristo al mundo. Por su identificación y conformación sacramental a Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, todo sacerdote puede y debe sentirse verdaderamente hijo predilecto de esta altísima y humildísima Madre.

El concilio Vaticano II invita a los sacerdotes a contemplar a María como el modelo perfecto de su propia existencia, invocándola como "Madre del sumo y eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles, Auxilio de los presbíteros en su ministerio". Y los presbíteros —prosigue el Concilio— "han de venerarla y amarla con devoción y culto filial" (cf. Presbyterorum ordinis, 18).

El santo cura de Ars, en quien pensamos de modo particular este año, solía repetir: "Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir, de su santa Madre" (B. Nodet, Il pensiero e l'anima del Curato d'Ars, Turín 1967, p. 305). Esto vale para todo cristiano, para todos nosotros, pero de modo especial para los sacerdotes.

Queridos hermanos y hermanas, oremos para que María haga a todos los sacerdotes, en todos los problemas del mundo de hoy, conformes a la imagen de su Hijo Jesús, dispensadores del tesoro inestimable de su amor de Pastor bueno.

¡María, Madre de los sacerdotes, ruega por nosotros!

Saludos
(En lengua francesa)
En la inminencia de la solemnidad de la Asunción de la Virgen María, y en este Año sacerdotal, contemplemos a María como Madre de todos los sacerdotes. En la cruz Jesús proclamó su maternidad espiritual y universal. Al hacernos a todos el regalo de su Madre, Jesús quiso encomendarle de modo particular a los sacerdotes, sus discípulos, quienes están llamados en mayor medida a acogerla en su casa, es decir, a introducirla en el dinamismo de su existencia y en el horizonte de su apostolado. Oremos para que María ayude a los sacerdotes a conformarse a la imagen de su Hijo Jesús, dispensador de los tesoros inestimables de su amor de buen Pastor. ¡María, Madre de los sacerdotes, ruega por nosotros!

(En lengua inglesa)
Al acercarse la fiesta de la Asunción de la Virgen María en este Año del sacerdocio, mi catequesis de hoy se centra en María Madre de los sacerdotes, por quienes vela con especial afecto como hijos suyos. De hecho, su misión es semejante a la de ella: están llamados a llevar al mundo el amor salvador de Cristo. En la cruz Jesús invita a todos los creyentes, especialmente a sus discípulos más cercanos, a amar y venerar a María como su madre. Oremos para que todos los sacerdotes reserven a la santísima Virgen un lugar especial en su vida y busquen su ayuda diaria para dar testimonio del Evangelio de Jesús.

(En lengua alemana)
Jesucristo, al encarnarse, eligió una Madre cuyo "sí" a la voluntad de Dios le permitió hacerse hombre, le dio la carne y la sangre de hombre. Desde la cruz el Redentor nos dio a todos a María como Madre espiritual y su solicitud se dirige en especial a los sacerdotes, que a través de su vocación y consagración se hacen semejantes a su Hijo de un modo particular, y con toda su vida deben hacer que los hombres experimenten el amor de Cristo. La solemnidad de la Asunción de María al cielo, el próximo sábado, nos recuerda que la comunión entre los cristianos no acaba con la muerte, sino que se hace más intensa, porque los santos en el cielo están unidos a Dios de modo más estrecho y, por lo tanto, están todavía más cerca de él para interceder por nosotros. Que María, nuestra Madre celestial, nos acompañe con su bendición. A todos vosotros os deseo unas serenas vacaciones.

(En lengua española)
Agradezco vuestra visita y os saludo muy cordialmente, en particular a los jóvenes de la Comunidad misionera de Villaregia, venidos de Perú y México. Pido al Señor que la estancia en la sede de Pedro sea una ocasión para alentar el compromiso de ser verdaderos testigos del Evangelio en el mundo de hoy, como lo fueron los primeros Apóstoles, que nos transmitieron con su palabra y su ejemplo de vida el mensaje salvador de Jesucristo.

(En lengua polaca)
Saludo en particular a los jóvenes del movimiento "Luz y Vida", que realizan en Roma una tanda de ejercicios espirituales; nacieron por invitación del siervo de Dios Juan Pablo II. Que el tema de este año os consolide en vuestro carisma. A todos os pido que, en el Año sacerdotal, imploréis para vuestros pastores, por intercesión de la Madre de los sacerdotes, las gracias que necesitan.

(En lengua italiana)
Mi pensamiento se dirige a las numerosas poblaciones que en los días pasados han sido azotadas por la violencia del tifón en Filipinas, en Taiwan, en algunas provincias del sudeste de la República Popular China y en Japón, país este último probado también por un fuerte terremoto. Deseo manifestar mi cercanía espiritual a todos los que por ello se encuentran en situación de grave dificultad e invito a todos a orar por ellos y por quienes han perdido la vida. Espero que no les falte el alivio de la solidaridad y la ayuda del socorro material.


Ayer celebramos la memoria de santa Clara de Asís, que supo vivir con valentía y generosidad su adhesión a Cristo. Imitad su ejemplo de modo especial vosotros, queridos jóvenes, para que como ella podáis responder con fidelidad a la llamada del Señor. Os animo a vosotros, queridos enfermos, a que os unáis a Jesús doliente para cargar con fe vuestra cruz. Y vosotros, queridos recién casados, sed en vuestra familia apóstoles del Evangelio del amor.


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BENEDICTO XVI - AUDIENCIA GENERAL, Miércoles 5 de agosto de 2009

Palacio pontificio de Castelgandolfo



San Juan María Vianney, cura de Ars

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis de hoy quiero recorrer de nuevo la vida del santo cura de Ars subrayando algunos de sus rasgos, que pueden servir de ejemplo también para los sacerdotes de nuestra época, ciertamente diferente de aquella en la que él vivió, pero en varios aspectos marcada por los mismos desafíos humanos y espirituales fundamentales. Precisamente ayer se cumplieron 150 años de su nacimiento para el cielo: a las dos de la mañana del 4 de agosto de 1859 san Juan Bautista María Vianney, terminado el curso de su existencia terrena, fue al encuentro del Padre celestial para recibir en herencia el reino preparado desde la creación del mundo para los que siguen fielmente sus enseñanzas (cf. Mt 25, 34). ¡Qué gran fiesta debió de haber en el paraíso al llegar un pastor tan celoso! ¡Qué acogida debe de haberle reservado la multitud de los hijos reconciliados con el Padre gracias a su obra de párroco y confesor! He querido tomar este aniversario como punto de partida para la convocatoria del Año sacerdotal que, como es sabido, tiene por tema: "Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote". De la santidad depende la credibilidad del testimonio y, en definitiva, la eficacia misma de la misión de todo sacerdote.

Juan María Vianney nació en la pequeña aldea de Dardilly el 8 de mayo de 1786, en el seno de una familia campesina, pobre en bienes materiales, pero rica en humanidad y fe. Bautizado, de acuerdo con una buena costumbre de esa época, el mismo día de su nacimiento, consagró los años de su niñez y de su adolescencia a trabajar en el campo y a apacentar animales, hasta el punto de que, a los diecisiete años, aún era analfabeto. No obstante, se sabía de memoria las oraciones que le había enseñado su piadosa madre y se alimentaba del sentido religioso que se respiraba en su casa.

Los biógrafos refieren que, desde los primeros años de su juventud, trató de conformarse a la voluntad de Dios incluso en las ocupaciones más humildes. Albergaba en su corazón el deseo de ser sacerdote, pero no le resultó fácil realizarlo. Llegó a la ordenación presbiteral después de no pocas vicisitudes e incomprensiones, gracias a la ayuda de prudentes sacerdotes, que no se detuvieron a considerar sus límites humanos, sino que supieron mirar más allá, intuyendo el horizonte de santidad que se perfilaba en aquel joven realmente singular. Así, el 23 de junio de 1815, fue ordenado diácono y, el 13 de agosto siguiente, sacerdote. Por fin, a la edad de 29 años, después de numerosas incertidumbres, no pocos fracasos y muchas lágrimas, pudo subir al altar del Señor y realizar el sueño de su vida.

El santo cura de Ars manifestó siempre una altísima consideración del don recibido. Afirmaba: "¡Oh, qué cosa tan grande es el sacerdocio! No se comprenderá bien más que en el cielo... Si se entendiera en la tierra, se moriría, no de susto, sino de amor" (Abbé Monnin, Esprit du Curé d'Ars, p. 113). Además, de niño había confiado a su madre: "Si fuera sacerdote, querría conquistar muchas almas" (Abbé Monnin, Procès de l'ordinaire, p. 1064). Y así sucedió. En el servicio pastoral, tan sencillo como extraordinariamente fecundo, este anónimo párroco de una aldea perdida del sur de Francia logró identificarse tanto con su ministerio que se convirtió, también de un modo visible y reconocible universalmente, en alter Christus, imagen del buen Pastor que, a diferencia del mercenario, da la vida por sus ovejas (cf. Jn 10, 11). A ejemplo del buen Pastor, dio su vida en los decenios de su servicio sacerdotal. Su existencia fue una catequesis viviente, que cobraba una eficacia muy particular cuando la gente lo veía celebrar la misa, detenerse en adoración ante el sagrario o pasar muchas horas en el confesonario.

El centro de toda su vida era, por consiguiente, la Eucaristía, que celebraba y adoraba con devoción y respeto. Otra característica fundamental de esta extraordinaria figura sacerdotal era el ministerio asiduo de las confesiones. En la práctica del sacramento de la Penitencia reconocía el cumplimiento lógico y natural del apostolado sacerdotal, en obediencia al mandato de Cristo: "A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20, 23).

Así pues, san Juan María Vianney se distinguió como óptimo e incansable confesor y maestro espiritual. Pasando, "con un solo movimiento interior, del altar al confesonario", donde transcurría gran parte de la jornada, intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus feligreses redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la Presencia eucarística (cf. Carta a los sacerdotes para el Año sacerdotal).

Los métodos pastorales de san Juan María Vianney podrían parecer poco adecuados en las actuales condiciones sociales y culturales. De hecho, ¿cómo podría imitarlo un sacerdote hoy, en un mundo tan cambiado? Es verdad que los tiempos cambian y que muchos carismas son típicos de la persona y, por tanto, irrepetibles; sin embargo, hay un estilo de vida y un anhelo de fondo que todos estamos llamados a cultivar. Mirándolo bien, lo que hizo santo al cura de Ars fue su humilde fidelidad a la misión a la que Dios lo había llamado; fue su constante abandono, lleno de confianza, en manos de la divina Providencia.

Logró tocar el corazón de la gente no gracias a sus dotes humanas, ni basándose exclusivamente en un esfuerzo de voluntad, por loable que fuera; conquistó las almas, incluso las más refractarias, comunicándoles lo que vivía íntimamente, es decir, su amistad con Cristo. Estaba "enamorado" de Cristo, y el verdadero secreto de su éxito pastoral fue el amor que sentía por el Misterio eucarístico anunciado, celebrado y vivido, que se transformó en amor por la grey de Cristo, los cristianos, y por todas las personas que buscan a Dios.

Su testimonio nos recuerda, queridos hermanos y hermanas, que para todo bautizado, y con mayor razón para el sacerdote, la Eucaristía "no es simplemente un acontecimiento con dos protagonistas, un diálogo entre Dios y yo. La Comunión eucarística tiende a una transformación total de la propia vida. Con fuerza abre de par en par todo el yo del hombre y crea un nuevo nosotros" (Joseph Ratzinger, La Comunione nella Chiesa, p. 80).

Así pues, lejos de reducir la figura de san Juan María Vianney a un ejemplo, aunque sea admirable, de la espiritualidad católica del siglo XIX, es necesario, al contrario, percibir la fuerza profética, de suma actualidad, que distingue su personalidad humana y sacerdotal. En la Francia posrevolucionaria que experimentaba una especie de "dictadura del racionalismo" orientada a borrar la presencia misma de los sacerdotes y de la Iglesia en la sociedad, él vivió primero -en los años de su juventud- una heroica clandestinidad recorriendo kilómetros durante la noche para participar en la santa misa. Luego, ya como sacerdote, se caracterizó por una singular y fecunda creatividad pastoral, capaz de mostrar que el racionalismo, entonces dominante, en realidad no podía satisfacer las auténticas necesidades del hombre y, por lo tanto, en definitiva no se podía vivir.

Queridos hermanos y hermanas, a los 150 años de la muerte del santo cura de Ars, los desafíos de la sociedad actual no son menos arduos; al contrario, tal vez resultan todavía más complejos. Si entonces existía la "dictadura del racionalismo", en la época actual reina en muchos ambientes una especie de "dictadura del relativismo". Ambas parecen respuestas inadecuadas a la justa exigencia del hombre de usar plenamente su propia razón como elemento distintivo y constitutivo de la propia identidad. El racionalismo fue inadecuado porque no tuvo en cuenta las limitaciones humanas y pretendió poner la sola razón como medida de todas las cosas, transformándola en una diosa; el relativismo contemporáneo mortifica la razón, porque de hecho llega a afirmar que el ser humano no puede conocer nada con certeza más allá del campo científico positivo. Sin embargo, hoy, como entonces, el hombre "que mendiga significado y realización" busca continuamente respuestas exhaustivas a los interrogantes de fondo que no deja de plantearse.

Tenían muy presente esta "sed de verdad", que arde en el corazón de todo hombre, los padres del concilio ecuménico Vaticano ii cuando afirmaron que corresponde a los sacerdotes, "como educadores en la fe", formar "una auténtica comunidad cristiana" capaz de preparar "a todos los hombres el camino hacia Cristo" y ejercer "una auténtica maternidad" respecto a ellos, indicando o allanando a los no creyentes "el camino hacia Cristo y su Iglesia", y siendo para los fieles "estímulo, alimento y fortaleza para el combate espiritual" (cf.Presbyterorum ordinis, 6).
La enseñanza que al respecto sigue transmitiéndonos el santo cura de Ars es que en la raíz de ese compromiso pastoral el sacerdote debe poner una íntima unión personal con Cristo, que es preciso cultivar y acrecentar día tras día. Sólo enamorado de Cristo, el sacerdote podrá enseñar a todos esta unión, esta amistad íntima con el divino Maestro; podrá tocar el corazón de las personas y abrirlo al amor misericordioso del Señor. Sólo así, por tanto, podrá infundir entusiasmo y vitalidad espiritual a las comunidades que el Señor le confía.

Oremos para que, por intercesión de san Juan María Vianney, Dios conceda a su Iglesia el don de santos sacerdotes, y para que aumente en los fieles el deseo de sostener y colaborar con su ministerio. Encomendemos esta intención a María, a la que precisamente hoy invocamos como Virgen de las Nieves.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. En particular, a los grupos de la pastoral juvenil de Toledo, Valencia y Sigüenza-Guadalajara. En este Año Sacerdotal, invito a todos a acompañar a los ministros del Señor con la oración, la solidaridad espiritual y la colaboración, para que sean fieles a su vocación y vivan gozosamente su misión en la Iglesia, siguiendo en todo a Cristo, Buen Pastor, a ejemplo de San Juan María Vianney. Que la Virgen María interceda para que el Pueblo de Dios se enriquezca con santos y abnegados sacerdotes. Muchas gracias

(En italiano)
Mi pensamiento se dirige a los enfermos, a los recién casados y a los jóvenes; en particular a los participantes en el V Encuentro internacional de los jóvenes hacia Asís. Hoy, memoria litúrgica de la Dedicación de la basílica de Santa María la Mayor, la liturgia nos invita a dirigir la mirada a María, Madre de Cristo. Contempladla siempre a ella, queridos jóvenes, imitándola en seguir fielmente la voluntad de Dios; recurrid a ella con confianza, queridos enfermos, para experimentar en el momento de la prueba la eficacia de su protección; y vosotros, queridos recién casados, encomendad a ella vuestra familia, para que esté siempre sostenida por su intercesión maternal


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jueves, 2 de julio de 2009

CARTA DEL SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI PARA LA CONVOCACIÓN DE UN AÑO SACERDOTAL CON OCASIÓN DEL 150 ANIVERSARIO DEL DIES NATALIS DEL SANTO CURA DE ARS

Queridos hermanos en el Sacerdocio:

He resuelto convocar oficialmente un “Año Sacerdotal” con ocasión del 150 aniversario del “dies natalis” de Juan María Vianney, el Santo Patrón de todos los párrocos del mundo, que comenzará el viernes 19 de junio de 2009, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús –jornada tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación del clero– Este año desea contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo, y se concluirá en la misma solemnidad de 2010.

“El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”, repetía con frecuencia el Santo Cura de Ars Esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con devoción y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad misma. Tengo presente a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida. ¿Cómo no destacar sus esfuerzos apostólicos, su servicio infatigable y oculto, su caridad que no excluye a nadie? Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de “amigos de Cristo”, llamados personalmente, elegidos y enviados por Él?

Todavía conservo en el corazón el recuerdo del primer párroco con el que comencé mi ministerio como joven sacerdote: fue para mí un ejemplo de entrega sin reservas al propio ministerio pastoral, llegando a morir cuando llevaba el viático a un enfermo grave. También repaso los innumerables hermanos que he conocido a lo largo de mi vida y últimamente en mis viajes pastorales a diversas naciones, comprometidos generosamente en el ejercicio cotidiano de su ministerio sacerdotal.

Pero la expresión utilizada por el Santo Cura de Ars evoca también la herida abierta en el Corazón de Cristo y la corona de espinas que lo circunda. Y así, pienso en las numerosas situaciones de sufrimiento que aquejan a muchos sacerdotes, porque participan de la experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones o por las incomprensiones de los destinatarios mismos de su ministerio: ¿Cómo no recordar tantos sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a veces incluso perseguidos hasta ofrecer el supremo testimonio de la sangre?

Sin embargo, también hay situaciones, nunca bastante deploradas, en las que la Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos casos, es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono. Ante estas situaciones, lo más conveniente para la Iglesia no es tanto resaltar escrupulosamente las debilidades de sus ministros, cuanto renovar el reconocimiento gozoso de la grandeza del don de Dios, plasmado en espléndidas figuras de Pastores generosos, religiosos llenos de amor a Dios y a las almas, directores espirituales clarividentes y pacientes. En este sentido, la enseñanza y el ejemplo de san Juan María Vianney pueden ofrecer un punto de referencia significativo. El Cura de Ars era muy humilde, pero consciente de ser, como sacerdote, un inmenso don para su gente: “Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina” Hablaba del sacerdocio como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don y de la tarea confiados a una criatura humana: “¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría… Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia…” Explicando a sus fieles la importancia de los sacramentos decía: “Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote… ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo” Estas afirmaciones, nacidas del corazón sacerdotal del santo párroco, pueden parecer exageradas. Sin embargo, revelan la altísima consideración en que tenía el sacramento del sacerdocio. Parecía sobrecogido por un inmenso sentido de la responsabilidad: “Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor… Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra… ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes… Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bestias… El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros”

Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230 habitantes, advertido por el Obispo sobre la precaria situación religiosa: “No hay mucho amor de Dios en esa parroquia; usted lo pondrá”. Bien sabía él que tendría que encarnar la presencia de Cristo dando testimonio de la ternura de la salvación: “Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir todo lo que quieras durante toda mi vida”. Con esta oración comenzó su misión El Santo Cura de Ars se dedicó a la conversión de su parroquia con todas sus fuerzas, insistiendo por encima de todo en la formación cristiana del pueblo que le había sido confiado.

Queridos hermanos en el Sacerdocio, pidamos al Señor Jesús la gracia de aprender también nosotros el método pastoral de san Juan María Vianney. En primer lugar, su total identificación con el propio ministerio. En Jesús, Persona y Misión tienden a coincidir: toda su obra salvífica era y es expresión de su “Yo filial”, que está ante el Padre, desde toda la eternidad, en actitud de amorosa sumisión a su voluntad. De modo análogo y con toda humildad, también el sacerdote debe aspirar a esta identificación. Aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro. El Cura de Ars emprendió en seguida esta humilde y paciente tarea de armonizar su vida como ministro con la santidad del ministerio confiado, “viviendo” incluso materialmente en su Iglesia parroquial: “En cuanto llegó, consideró la Iglesia como su casa… Entraba en la Iglesia antes de la aurora y no salía hasta después del Ángelus de la tarde. Si alguno tenía necesidad de él, allí lo podía encontrar”, se lee en su primera biografía.

La devota exageración del piadoso hagiógrafo no nos debe hacer perder de vista que el Santo Cura de Ars también supo “hacerse presente” en todo el territorio de su parroquia: visitaba sistemáticamente a los enfermos y a las familias; organizaba misiones populares y fiestas patronales; recogía y administraba dinero para sus obras de caridad y para las misiones; adornaba la iglesia y la dotaba de paramentos sacerdotales; se ocupaba de las niñas huérfanas de la “Providence” (un Instituto que fundó) y de sus formadoras; se interesaba por la educación de los niños; fundaba hermandades y llamaba a los laicos a colaborar con él.

Su ejemplo me lleva a poner de relieve los ámbitos de colaboración en los que se debe dar cada vez más cabida a los laicos, con los que los presbíteros forman un único pueblo sacerdotal y entre los cuales, en virtud del sacerdocio ministerial, están puestos “para llevar a todos a la unidad del amor: ‘amándose mutuamente con amor fraterno, rivalizando en la estima mutua’ (Rm 12, 10)” En este contexto, hay que tener en cuenta la encarecida recomendación del Concilio Vaticano II a los presbíteros de “reconocer sinceramente y promover la dignidad de los laicos y la función que tienen como propia en la misión de la Iglesia… Deben escuchar de buena gana a los laicos, teniendo fraternalmente en cuenta sus deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, para poder junto con ellos reconocer los signos de los tiempos”

El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar, acudiendo con gusto al sagrario para hacer una visita a Jesús Eucaristía “No hay necesidad de hablar mucho para orar bien”, les enseñaba el Cura de Ars. “Sabemos que Jesús está allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia. Ésta es la mejor oración” Y les persuadía: “Venid a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de Él para poder vivir con Él…” “Es verdad que no sois dignos, pero lo necesitáis” Dicha educación de los fieles en la presencia eucarística y en la comunión era particularmente eficaz cuando lo veían celebrar el Santo Sacrificio de la Misa. Los que asistían decían que “no se podía encontrar una figura que expresase mejor la adoración… Contemplaba la hostia con amor” Les decía: “Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios” Estaba convencido de que todo el fervor en la vida de un sacerdote dependía de la Misa: “La causa de la relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!” Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio: “¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!”

Esta identificación personal con el Sacrificio de la Cruz lo llevaba –con una sola moción interior– del altar al confesonario. Los sacerdotes no deberían resignarse nunca a ver vacíos sus confesonarios ni limitarse a constatar la indiferencia de los fieles hacia este sacramento. En Francia, en tiempos del Santo Cura de Ars, la confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en nuestros días, pues el vendaval revolucionario había arrasado desde hacía tiempo la práctica religiosa. Pero él intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus parroquianos redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la presencia eucarística. Supo iniciar así un “círculo virtuoso”. Con su prolongado estar ante el sagrario en la Iglesia, consiguió que los fieles comenzasen a imitarlo, yendo a visitar a Jesús, seguros de que allí encontrarían también a su párroco, disponible para escucharlos y perdonarlos. Al final, una muchedumbre cada vez mayor de penitentes, provenientes de toda Francia, lo retenía en el confesonario hasta 16 horas al día. Se comentaba que Ars se había convertido en “el gran hospital de las almas” Su primer biógrafo afirma: “La gracia que conseguía [para que los pecadores se convirtiesen] era tan abundante que salía en su búsqueda sin dejarles un momento de tregua” En este mismo sentido, el Santo Cura de Ars decía: “No es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y lo hace volver a Él” “Este buen Salvador está tan lleno de amor que nos busca por todas partes”

Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas personalmente a nosotros aquellas palabras que él ponía en boca de Jesús: “Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita” Los sacerdotes podemos aprender del Santo Cura de Ars no sólo una confianza infinita en el sacramento de la Penitencia, que nos impulse a ponerlo en el centro de nuestras preocupaciones pastorales, sino también el método del “diálogo de salvación” que en él se debe entablar. El Cura de Ars se comportaba de manera diferente con cada penitente. Quien se acercaba a su confesonario con una necesidad profunda y humilde del perdón de Dios, encontraba en él palabras de ánimo para sumergirse en el “torrente de la divina misericordia” que arrastra todo con su fuerza. Y si alguno estaba afligido por su debilidad e inconstancia, con miedo a futuras recaídas, el Cura de Ars le revelaba el secreto de Dios con una expresión de una belleza conmovedora: “El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!” A quien, en cambio, se acusaba de manera fría y casi indolente, le mostraba, con sus propias lágrimas, la evidencia seria y dolorosa de lo “abominable” de su actitud: “Lloro porque vosotros no lloráis” decía. “Si el Señor no fuese tan bueno… pero lo es. Hay que ser un bárbaro para comportarse de esta manera ante un Padre tan bueno” Provocaba el arrepentimiento en el corazón de los tibios, obligándoles a ver con sus propios ojos el sufrimiento de Dios por los pecados como “encarnado” en el rostro del sacerdote que los confesaba. Si alguno manifestaba deseos y actitudes de una vida espiritual más profunda, le mostraba abiertamente las profundidades del amor, explicándole la inefable belleza de vivir unidos a Dios y estar en su presencia: “Todo bajo los ojos de Dios, todo con Dios, todo para agradar a Dios… ¡Qué maravilla!” Y les enseñaba a orar: “Dios mío, concédeme la gracia de amarte tanto cuanto yo sea capaz”

El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de muchas personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericordioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un anuncio y un testimonio similar de la verdad del Amor: Deus caritas est (1 Jn 4, 8). Con la Palabra y con los Sacramentos de su Jesús, Juan María Vianney edificaba a su pueblo, aunque a veces se agitaba interiormente porque no se sentía a la altura, hasta el punto de pensar muchas veces en abandonar las responsabilidades del ministerio parroquial para el que se sentía indigno. Sin embargo, con un sentido de la obediencia ejemplar, permaneció siempre en su puesto, porque lo consumía el celo apostólico por la salvación de las almas. Se entregaba totalmente a su propia vocación y misión con una ascesis severa: “La mayor desgracia para nosotros los párrocos –deploraba el Santo– es que el alma se endurezca”; con esto se refería al peligro de que el pastor se acostumbre al estado de pecado o indiferencia en que viven muchas de sus ovejas Dominaba su cuerpo con vigilias y ayunos para evitar que opusiera resistencia a su alma sacerdotal. Y se mortificaba voluntariamente en favor de las almas que le habían sido confiadas y para unirse a la expiación de tantos pecados oídos en confesión. A un hermano sacerdote, le explicaba: “Le diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos” Más allá de las penitencias concretas que el Cura de Ars hacía, el núcleo de su enseñanza sigue siendo en cualquier caso válido para todos: las almas cuestan la sangre de Cristo y el sacerdote no puede dedicarse a su salvación sin participar personalmente en el “alto precio” de la redención.

En la actualidad, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars, es preciso que los sacerdotes, con su vida y obras, se distingan por un vigoroso testimonio evangélico. Pablo VI ha observado oportunamente: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan testimonio” Para que no nos quedemos existencialmente vacíos, comprometiendo con ello la eficacia de nuestro ministerio, debemos preguntarnos constantemente: “¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento?” Así como Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con Él (cf. Mc 3, 14), y sólo después los mandó a predicar, también en nuestros días los sacerdotes están llamados a asimilar el “nuevo estilo de vida” que el Señor Jesús inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo.

La identificación sin reservas con este “nuevo estilo de vida” caracterizó la dedicación al ministerio del Cura de Ars. El Papa Juan XXIII en la Carta encíclica Sacerdotii nostri primordia, publicada en 1959, en el primer centenario de la muerte de san Juan María Vianney, presentaba su fisonomía ascética refiriéndose particularmente a los tres consejos evangélicos, considerados como necesarios también para los presbíteros: “Y, si para alcanzar esta santidad de vida, no se impone al sacerdote, en virtud del estado clerical, la práctica de los consejos evangélicos, ciertamente que a él, y a todos los discípulos del Señor, se le presenta como el camino real de la santificación cristiana” El Cura de Ars supo vivir los “consejos evangélicos” de acuerdo a su condición de presbítero. En efecto, su pobreza no fue la de un religioso o un monje, sino la que se pide a un sacerdote: a pesar de manejar mucho dinero (ya que los peregrinos más pudientes se interesaban por sus obras de caridad), era consciente de que todo era para su iglesia, sus pobres, sus huérfanos, sus niñas de la “Providence” sus familias más necesitadas. Por eso “era rico para dar a los otros y era muy pobre para sí mismo”. Y explicaba: “Mi secreto es simple: dar todo y no conservar nada” Cuando se encontraba con las manos vacías, decía contento a los pobres que le pedían: “Hoy soy pobre como vosotros, soy uno de vosotros” Así, al final de su vida, pudo decir con absoluta serenidad: “No tengo nada… Ahora el buen Dios me puede llamar cuando quiera” También su castidad era la que se pide a un sacerdote para su ministerio. Se puede decir que era la castidad que conviene a quien debe tocar habitualmente con sus manos la Eucaristía y contemplarla con todo su corazón arrebatado y con el mismo entusiasmo la distribuye a sus fieles. Decían de él que “la castidad brillaba en su mirada”, y los fieles se daban cuenta cuando clavaba la mirada en el sagrario con los ojos de un enamorado También la obediencia de san Juan María Vianney quedó plasmada totalmente en la entrega abnegada a las exigencias cotidianas de su ministerio. Se sabe cuánto le atormentaba no sentirse idóneo para el ministerio parroquial y su deseo de retirarse “a llorar su pobre vida, en soledad” Sólo la obediencia y la pasión por las almas conseguían convencerlo para seguir en su puesto. A los fieles y a sí mismo explicaba: “No hay dos maneras buenas de servir a Dios. Hay una sola: servirlo como Él quiere ser servido” Consideraba que la regla de oro para una vida obediente era: “Hacer sólo aquello que puede ser ofrecido al buen Dios”.

En el contexto de la espiritualidad apoyada en la práctica de los consejos evangélicos, me complace invitar particularmente a los sacerdotes, en este Año dedicado a ellos, a percibir la nueva primavera que el Espíritu está suscitando en nuestros días en la Iglesia, a la que los Movimientos eclesiales y las nuevas Comunidades han contribuido positivamente. “El Espíritu es multiforme en sus dones… Él sopla donde quiere. Lo hace de modo inesperado, en lugares inesperados y en formas nunca antes imaginadas… Él quiere vuestra multiformidad y os quiere para el único Cuerpo” A este propósito vale la indicación del Decreto Presbyterorum ordinis: “Examinando los espíritus para ver si son de Dios, [los presbíteros] han de descubrir mediante el sentido de la fe los múltiples carismas de los laicos, tanto los humildes como los más altos, reconocerlos con alegría y fomentarlos con empeño”. Dichos dones, que llevan a muchos a una vida espiritual más elevada, pueden hacer bien no sólo a los fieles laicos sino también a los ministros mismos. La comunión entre ministros ordenados y carismas “puede impulsar un renovado compromiso de la Iglesia en el anuncio y en el testimonio del Evangelio de la esperanza y de la caridad en todos los rincones del mundo”. Quisiera añadir además, en línea con la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis del Papa Juan Pablo II, que el ministerio ordenado tiene una radical “forma comunitaria” y sólo puede ser desempeñado en la comunión de los presbíteros con su Obispo Es necesario que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio Obispo, basada en el sacramento del Orden y manifestada en la concelebración eucarística, se traduzca en diversas formas concretas de fraternidad sacerdotal efectiva y afectiva Sólo así los sacerdotes sabrán vivir en plenitud el don del celibato y serán capaces de hacer florecer comunidades cristianas en las cuales se repitan los prodigios de la primera predicación del Evangelio.

El Año Paulino que está por concluir orienta nuestro pensamiento también hacia el Apóstol de los gentiles, en quien podemos ver un espléndido modelo sacerdotal, totalmente “entregado” a su ministerio. “Nos apremia el amor de Cristo –escribía-, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron” (2 Co 5, 14). Y añadía: “Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 15). ¿Qué mejor programa se podría proponer a un sacerdote que quiera avanzar en el camino de la perfección cristiana?

Queridos sacerdotes, la celebración del 150 aniversario de la muerte de San Juan María Vianney (1859) viene inmediatamente después de las celebraciones apenas concluidas del 150 aniversario de las apariciones de Lourdes (1858). Ya en 1959, el Beato Papa Juan XXIII había hecho notar: “Poco antes de que el Cura de Ars terminase su carrera tan llena de méritos, la Virgen Inmaculada se había aparecido en otra región de Francia a una joven humilde y pura, para comunicarle un mensaje de oración y de penitencia, cuya inmensa resonancia espiritual es bien conocida desde hace un siglo. En realidad, la vida de este sacerdote cuya memoria celebramos, era anticipadamente una viva ilustración de las grandes verdades sobrenaturales enseñadas a la vidente de Massabielle. Él mismo sentía una devoción vivísima hacia la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen; él, que ya en 1836 había consagrado su parroquia a María concebida sin pecado, y que con tanta fe y alegría había de acoger la definición dogmática de 1854” El Santo Cura de Ars recordaba siempre a sus fieles que “Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir de su Santa Madre”

Confío este Año Sacerdotal a la Santísima Virgen María, pidiéndole que suscite en cada presbítero un generoso y renovado impulso de los ideales de total donación a Cristo y a la Iglesia que inspiraron el pensamiento y la tarea del Santo Cura de Ars. Con su ferviente vida de oración y su apasionado amor a Jesús crucificado, Juan María Vianney alimentó su entrega cotidiana sin reservas a Dios y a la Iglesia. Que su ejemplo fomente en los sacerdotes el testimonio de unidad con el Obispo, entre ellos y con los laicos, tan necesario hoy como siempre. A pesar del mal que hay en el mundo, conservan siempre su actualidad las palabras de Cristo a sus discípulos en el Cenáculo: “En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). La fe en el Maestro divino nos da la fuerza para mirar con confianza el futuro. Queridos sacerdotes, Cristo cuenta con vosotros. A ejemplo del Santo Cura de Ars, dejaos conquistar por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación y paz.

Con mi bendición.

Vaticano, 16 de junio de 2009.

BENEDICTUS PP. XVI
Así lo proclamó el Sumo Pontífice Pío XI en 1929.

“Le Sacerdoce, c’est l’amour du coeur de Jésus” (in Le curé d’Ars. Sa pensée – Son Coeur. Présentés par l’Abbé Bernard Nodet, éd. Xavier Mappus, Foi Vivante 1966, p. 98). En adelante: NODET. La expresión aparece citada también en el Catecismo de la Iglesia católica, n. 1589.

Nodet, p. 101.

Ibíd., p. 97.

Ibíd., pp. 98-99.

Ibíd., pp. 98-100.

Ibíd., p. 183.

A. Monnin, Il Curato d’Ars. Vita di Gian-Battista-Maria Vianney, vol. I, Ed. Marietti, Torino 1870, p. 122.

Cf. Lumen gentium, 10.

Presbyterorum ordinis, 9.

Ibid.

“La contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús. ‘Yo le miro y él me mira’, decía a su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario”: Catecismo de la Iglesia católica, n. 2715.

Nodet, p. 85.

Ibíd., p. 114.

Ibíd., p. 119.

A. Monnin, o.c., II, pp. 430 ss.

Nodet, p. 105.

Ibíd., p. 105.

Ibíd., p. 104.

A. Monnin, o.c., II, p. 293.

Ibíd., II, p. 10.

Nodet, p. 128.

Ibíd., p. 50.

Ibíd., p. 131.

Ibíd., p. 130.

Ibíd., p. 27.

Ibíd., p. 139.

Ibíd., p. 28.

Ibíd., p. 77.

Ibíd., p. 102.

Ibíd., p. 189.

Evangelii nuntiandi, 41.

Benedicto XVI, Homilía en la solemne Misa Crismal, 9 de abril de 2009.

Cf. Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la Asamblea plenaria de la Congregación para el Clero. 16 de marzo de 2009.

P. I.

Nombre que dio a la casa para la acogida y educación de 60 niñas abandonadas. Fue capaz de todo con tal de mantenerla: “J’ai fait tous les commerces imaginables”, decía sonriendo (Nodet, p. 214).

Nodet, p. 216.

Ibíd., p. 215.

Ibíd., p. 216.

Ibíd., p. 214.

Cf. Ibíd., p. 112.

Cf. Ibíd., pp. 82-84; 102-103.

Ibíd., p. 75.

Ibíd., p. 76.

Benedicto XVI, Homilía en la celebración de las primeras vísperas en la vigilia de Pentecostés, 3 de junio de 2006.

N. 9.

Benedicto XVI, Discurso a un grupo de Obispos amigos del Movimiento de los Focolares y a otro de amigos de la Comunidad de San Egidio, 8 de febrero de 2007.

Cf. n. 17.

Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Pastores dabo vobis, 74.

Carta enc. Sacerdotii nostri primordia, P. III.

Nodet, p. 244.

© Copyright 2009 - Libreria Editrice Vaticana

http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/letters/2009/documents/hf_ben-xvi_let_20090616_anno-sacerdotale_sp.html

BENEDICTO XVI - AUDIENCIA GENERAL, Miércoles 24 de junio de 2009

Año sacerdotal

Queridos hermanos y hermanas:

El pasado viernes 19 de junio, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús y Jornada tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación de los sacerdotes, tuve la alegría de inaugurar el Año sacerdotal, convocado con ocasión del 150° aniversario del "nacimiento para el cielo" del cura de Ars, san Juan Bautista María Vianney. Y al entrar en la basílica vaticana para la celebración de las Vísperas, casi como primer gesto simbólico, visité la capilla del Coro para venerar la reliquia de este santo pastor de almas: su corazón. ¿Por qué un Año sacerdotal? ¿Por qué precisamente en recuerdo del santo cura de Ars, que aparentemente no hizo nada extraordinario?

La divina Providencia ha hecho que su figura se uniera a la de san Pablo. De hecho, mientras está concluyendo el Año paulino, dedicado al Apóstol de los gentiles, modelo de extraordinario evangelizador que realizó diversos viajes misioneros para difundir el Evangelio, este nuevo año jubilar nos invita a mirar a un pobre campesino que llegó a ser un humilde párroco y desempeñó su servicio pastoral en una pequeña aldea. Aunque los dos santos se diferencian mucho por las trayectorias de vida que los caracterizaron —el primero pasó de región en región para anunciar el Evangelio; el segundo acogió a miles y miles de fieles permaneciendo siempre en su pequeña parroquia—, hay algo fundamental que los une: su identificación total con su propio ministerio, su comunión con Cristo que hacía decir a san Pablo: "Estoy crucificado con Cristo. Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 19-20). Y san Juan María Vianney solía repetir: "Si tuviésemos fe, veríamos a Dios escondido en el sacerdote como una luz tras el cristal, como el vino mezclado con agua".

Por tanto, como escribí en la carta enviada a los sacerdotes para esta ocasión, este Año sacerdotal tiene como finalidad favorecer la tensión de todo presbítero hacia la perfección espiritual de la cual depende sobre todo la eficacia de su ministerio, y ayudar ante todo a los sacerdotes, y con ellos a todo el pueblo de Dios, a redescubrir y fortalecer más la conciencia del extraordinario e indispensable don de gracia que el ministerio ordenado representa para quien lo ha recibido, para la Iglesia entera y para el mundo, que sin la presencia real de Cristo estaría perdido.

No cabe duda de que han cambiado las condiciones históricas y sociales en las cuales se encontró el cura de Ars y es justo preguntarse cómo pueden los sacerdotes imitarlo en la identificación con su ministerio en las actuales sociedades globalizadas. En un mundo en el que la visión común de la vida comprende cada vez menos lo sagrado, en cuyo lugar lo "funcional" se convierte en la única categoría decisiva, la concepción católica del sacerdocio podría correr el riesgo de perder su consideración natural, a veces incluso dentro de la conciencia eclesial. Con frecuencia, tanto en los ambientes teológicos como también en la práctica pastoral concreta y de formación del clero, se confrontan, y a veces se oponen, dos concepciones distintas del sacerdocio.

A este respecto, hace algunos años subrayé que existen, "por una parte, una concepción social-funcional que define la esencia del sacerdocio con el concepto de "servicio": el servicio a la comunidad, en la realización de una función... Por otra parte, está la concepción sacramental-ontológica, que naturalmente no niega el carácter de servicio del sacerdocio, pero lo ve anclado en el ser del ministro y considera que este ser está determinado por un don concedido por el Señor a través de la mediación de la Iglesia, cuyo nombre es sacramento" (J. Ratzinger, Ministerio y vida del sacerdote, en Elementi di Teologia fondamentale. Saggio su fede e ministero, Brescia 2005, p. 165). También la derivación terminológica de la palabra "sacerdocio" hacia el sentido de "servicio, ministerio, encargo", es signo de esa diversa concepción. A la primera, es decir, a la ontológico-sacramental está vinculado el primado de la Eucaristía, en el binomio "sacerdocio-sacrificio", mientras que a la segunda correspondería el primado de la Palabra y del servicio del anuncio.

Bien mirado, no se trata de dos concepciones contrapuestas, y la tensión que existe entre ellas debe resolverse desde dentro. Así el decreto Presbyterorum ordinis del concilio Vaticano II afirma: "Por la predicación apostólica del Evangelio se convoca y se reúne el pueblo de Dios, de manera que todos (...) se ofrezcan a sí mismos como "sacrificio vivo, santo, agradable a Dios" (Rm 12, 1). Por medio del ministerio de los presbíteros se realiza a la perfección el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo, único mediador. Este se ofrece incruenta y sacramentalmente en la Eucaristía, en nombre de toda la Iglesia, por manos de los presbíteros, hasta que el Señor venga" (n. 2).

Entonces nos preguntamos: "¿Qué significa propiamente para los sacerdotes evangelizar? ¿En qué consiste el así llamado primado del anuncio?". Jesús habla del anuncio del reino de Dios como de la verdadera finalidad de su venida al mundo y su anuncio no es sólo un "discurso". Incluye, al mismo tiempo, su mismo actuar: los signos y los milagros que realiza indican que el Reino viene al mundo como realidad presente, que coincide en último término con su misma persona. En este sentido, es preciso recordar que, también en el primado del anuncio, la palabra y el signo son inseparables. La predicación cristiana no proclama "palabras", sino la Palabra, y el anuncio coincide con la persona misma de Cristo, ontológicamente abierta a la relación con el Padre y obediente a su voluntad.

Por tanto, un auténtico servicio a la Palabra requiere por parte del sacerdote que tienda a una profunda abnegación de sí mismo, hasta decir con el Apóstol: "Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí". El presbítero no puede considerarse "dueño" de la palabra, sino servidor. Él no es la palabra, sino que, como proclamaba san Juan Bautista, cuya Natividad celebramos precisamente hoy, es "voz" de la Palabra: "Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas" (Mc 1, 3).

Ahora bien, para el sacerdote ser "voz" de la Palabra no constituye únicamente un aspecto funcional. Al contrario, supone un sustancial "perderse" en Cristo, participando en su misterio de muerte y de resurrección con todo su ser: inteligencia, libertad, voluntad y ofrecimiento de su cuerpo, como sacrificio vivo (cf. Rm 12, 1-2). Sólo la participación en el sacrificio de Cristo, en su kénosis, hace auténtico el anuncio. Y este es el camino que debe recorrer con Cristo para llegar a decir al Padre juntamente con él: "No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú" (Mc 14, 36). Por tanto, el anuncio conlleva siempre también el sacrificio de sí, condición para que el anuncio sea auténtico y eficaz.

Alter Christus, el sacerdote está profundamente unido al Verbo del Padre, que al encarnarse tomó la forma de siervo, se convirtió en siervo (cf. Flp 2, 5-11). El sacerdote es siervo de Cristo, en el sentido de que su existencia, configurada ontológicamente con Cristo, asume un carácter esencialmente relacional: está al servicio de los hombres en Cristo, por Cristo y con Cristo. Precisamente porque pertenece a Cristo, el sacerdote está radicalmente al servicio de los hombres: es ministro de su salvación, de su felicidad, de su auténtica liberación, madurando, en esta aceptación progresiva de la voluntad de Cristo, en la oración, en el "estar unido de corazón" a él. Por tanto, esta es la condición imprescindible de todo anuncio, que conlleva la participación en el ofrecimiento sacramental de la Eucaristía y la obediencia dócil a la Iglesia.

El santo cura de Ars repetía a menudo con lágrimas en los ojos: "¡Da miedo ser sacerdote!". Y añadía: "¡Es digno de compasión un sacerdote que celebra la misa de forma rutinaria! ¡Qué desgraciado es un sacerdote sin vida interior!". Que el Año sacerdotal impulse a todos los sacerdotes a identificarse totalmente con Jesús crucificado y resucitado, para que, imitando a san Juan Bautista, estemos dispuestos a "disminuir" para que él crezca; para que, siguiendo el ejemplo del cura de Ars, sientan de forma constante y profunda la responsabilidad de su misión, que es signo y presencia de la misericordia infinita de Dios. Encomendemos a la Virgen, Madre de la Iglesia, el Año sacerdotal recién comenzado y a todos los sacerdotes del mundo.


Saludos

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española aquí presentes. En particular, a los peregrinos de la arquidiócesis de Tulancingo, con su arzobispo, monseñor Domingo Díaz Martínez, y de la diócesis de Alcalá de Henares, con su obispo, monseñor Juan Antonio Reig Pla, así como a los demás grupos venidos de España, Honduras, México y otros países latinoamericanos. Os aliento para que en este Año sacerdotal encomendéis de un modo especial a todos vuestros sacerdotes.

(En polaco)

Hoy celebramos la fiesta de la Natividad de san Juan Bautista, el profeta que preparó el camino al Hijo de Dios, anunciando su presencia entre los hombres. Con su martirio dio el más bello testimonio posible de Cristo. Su mensaje de conversión sigue siendo también actual para nosotros.

(En croata)

Queridos amigos, con san Juan Bautista reconozcamos al Señor en su humildad y demos testimonio de él a los demás con nuestra vida diaria.

(En italiano)

Saludo por último a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Hoy celebramos la fiesta de la Natividad de san Juan Bautista, enviado por Dios para dar testimonio de la luz y preparar al Señor un pueblo bien dispuesto. Queridos jóvenes, os deseo que en la amistad con Jesús halléis la fuerza necesaria para estar siempre a la altura de las responsabilidades que os esperan. A vosotros, queridos enfermos, os exhorto a considerar los sufrimientos y las pruebas diarias como oportunidad que Dios os ofrece para cooperar en la salvación de las almas. Y a vosotros, queridos recién casados, os invito a manifestar el amor del Señor en la fidelidad recíproca y en la acogida generosa de la vida.

* * *

(A la delegación guiada por la subsecretaria de la ONU y representante especial para los niños que viven en situaciones de conflicto armado)

Al expresarle a usted y a sus acompañantes mi profundo aprecio por su compromiso en defensa de la infancia víctima de la violencia y de las armas, pienso en todos los niños del mundo, en particular en los que están expuestos al miedo, al abandono, al hambre, a los abusos, a la enfermedad, a la muerte. El Papa está cerca de todas estas pequeñas víctimas y las recuerda siempre en la oración.

(En el 150° aniversario del nacimiento de la Cruz Roja)

El 24 de junio de hace 150 años nacía la idea de una gran movilización para la asistencia de las víctimas de las guerras, que posteriormente tomaría el nombre de Cruz Roja. En el transcurso de los años, los valores de universalidad, neutralidad, independencia del servicio, suscitaron la adhesión de millones de voluntarios en todas las partes del mundo, formando un importante baluarte de humanidad y solidaridad en tantos contextos de guerra y conflicto, así como en muchas otras emergencias. Deseando que la persona humana, en su dignidad y en su integridad esté siempre en el centro del compromiso humanitario de la Cruz Roja, animo especialmente a los jóvenes a comprometerse concretamente en esta benemérita institución. Aprovecho esta circunstancia para pedir la liberación de todas las personas secuestradas en zonas de conflicto y nuevamente la liberación de Eugenio Vagni, agente de la Cruz Roja en Filipinas.

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lunes, 29 de junio de 2009

VEN A VIVIR...



...UNA AVENTURA



RETIRO DE INICIACIÓN


16,17,18 y 19 de julio de 2009



Te esperamos el día jueves 16 de julio de 2009, a las 15:30 horas; en la casa de retiros de las “Misioneras Hijas del Calvario”. Ubicada en Hidalgo pte. #1223; antes de llegar a ex cama de piedra (cerca de C.U.).



MAYORES DE 13 AÑOS





LLEVA:
-Biblia, libreta y bolígrafo.
-Artículos de aseo personal; ropa necesaria, y cobijas.



¡¡¡Y muchas ganas de aventurarte!!!





“Conserva con la fuerza del Espíritu Santo , esa hermosa doctrina que se te ha encomendado”
2Tim 1, 14



INFORMES

Escríbenos a: jóvenes_xtoteama@hotmail.com
O a los siguientes numeros telefónicos

Jorge: 2-16-38-92
Ana: 2-14-12-95
Reynaldo: 2-15-13-79



Parroquia de Santa Bárbara
Comunidad de jóvenes “CRISTO TE AMA”


Pbro. Ruffo Gutiérrez Zarza










SAN PABLO

I. Cuestiones Preliminares

A. Los Hechos Apócrifos de San Pablo
B. Cronología


II. Vida y Obras de San Pablo

A. Su Nacimiento y su Educación
B. Su Conversión y Primeras Empresas
C. Sus Trabajos Apostólicos: (1) Primera Misión;(2) Segunda Misión;(3) Tercera Misión
D. La Cautividad
E. Los Últimos Años
F. Retrato Físico y Moral de San Pablo


III. Teología de San Pablo

A. Pablo y Cristo
B. La Idea de Base de la Teología de San Pablo
C. La Humanidad sin Cristo
D. La Persona del Redentor:(1) Cristo en su Preexistencia;(2) Jesucristo como Hombre
E. La Redención Objetiva en tanto Obra de Cristo
F. La Redención Subjetiva
G. Doctrina Moral
H. Escatología



I. CUESTIONES PRELIMINARES

A. Los Hechos Apócrifos de San Pablo

El profesor Schmidt publicó una fotocopia, una transcripción, una traducción alemana, y un comentario de un papiro copto compuesto por 2000 fragmentos que él clasificó, yuxtapuso y descifró a costa de una ardua labor. ("Acta Pauli aus der Heidelberger koptischen Papyrushandschrift Nr. 1", Leipzig, 1904, y "Zusatze" etc., Leipzig, 1905). La mayor parte de los críticos tanto católicos (Duchesne, Bardenhewer, Ehrhard etc.) como protestantes (Zahn, Harnack, Corssen etc.), creen que los fragmentos constituyen los verdaderos “Hechos de San Pablo” si bien el texto publicado por Schmidt, con numerosas lagunas, no representa sino una pequeña parte del trabajo original. Este descubrimiento modificó las ideas, generalmente aceptadas, sobre los orígenes, el contenido y el valor de estos Hechos apócrifos, y legitima además la conclusión de que las tres antiguas redacciones que han llegado hasta nosotros formaban parte integrante de la "Acta Pauli" o, más exactamente, "Acta Pauli et Theclae", de la que la mejor edición es la de Lipsius, ("Acta Apostolorum apocrypha", Leipzig, 1891, 235-72), un "Martyrium Pauli" conservado en griego con un fragmento que también existe en latín (op.. cit., 104-17), y una carta de los Corintios a Pablo con su correspondiente respuesta, cuya versión armenia ha sido conservada (cf. Zahn, "Gesch. des neutest. Kanons", II, 592-611), y el texto latino descubierto por Berger en 1891 (d. Harnack, "Die apokryphen Briefe des Paulus an die Laodicener und Korinther", Bonn, 1905). Con gran sagacidad, Zahn previó este resultado con respecto a estos dos últimos documentos y, la manera con la que San Jerónimo habla de los periodoi Pauli et Theclae (De viris ill., vii) podría permitir la misma conjetura con respecto al primero.

Otra consecuencia del descubrimiento de Schmidt's es no menos interesante. Lipsius sostuvo y, hasta ahora fue la opinión más extendida, que junto a los Hechos canónicos hubieran existido previamente otros “Hechos de San Pablo” gnósticos, bien que ahora todo tiende a probar que esto últimos nunca existieron. De hecho, Orígenes cita como autoridad los “Hechos de San Pablo” dos veces ("In Joann.", XX, 12; "De princip.", II, i, 3); Eusebio (Hist. Eccl., III, iii, 5; XXV, 4) los coloca entre los libros dudosos, al igual que el "Pastor” de Hermas, el “Apocalipsis de Pedro”, la Epístola de Bernabé y la Didaché. La esticometría del "Codex Claromontanus" (fotografiada en Vigouroux, "Dict. de la Bible", II, 147) lo coloca después de los libros canónicos. Tertuliano y San Jerónimo, bien que poniendo de relieve el carácter legendario de estos escritos, no ponen en duda su ortodoxia. El propósito preciso de la correspondencia de San Pablo con los corintios (que forma parte de los “Hechos”) fue el oponerse a los gnósticos Simón y Cleobio. Pero no hay razón para admitir la existencia de unos “Hechos” heréticos que hubieran sido perdidos después sin esperanza, puesto que todos los detalles dados por los autores antiguos se encuentran verificados en los “Hechos” que han llegado hasta nosotros o por lo menos coinciden bastante bien con ellos. He aquí una posible explicación del malentendido: Los maniqueos y los priscilianos hicieron circular una colección de cinco “Hechos” apócrifos de los que cuatro se encontraban viciados de herejía mientras que el quinto correspondía precisamente con los “Hechos de San Pablo”. Los "Acta Pauli" debieron su mala fama de heterodoxia a su asociación con los otros cuatro como atestiguan autores más recientes tales como Filastro (De haeres., 88) y Focio (Cod., 114). Tertuliano (De baptismo, 17) y San Jerónimo (De vir. ill., vii) denuncia el carácter fabuloso de los “Hechos” apócrifos de San Pablo; este juicio severo se confirma ampliamente examinando los fragmentos publicados por Schmidt. Se trata de un trabajo en el que lo improbable rivaliza con lo absurdo. El autor, que conocía bien los Hechos canónicos de los Apóstoles, coloca la acción en los sitios que realmente visitó San Pablo (Antioquía, Iconio, Mira, Perge, Sidón, Tiro, Efeso, Corinto, Filipo, Roma), pero, por otro lado, da rienda libre a su fantasía. Su cronología es totalmente imposible. De las sesenta y seis personas mencionadas pocas son conocidas y, las que se conocen, se comportan de una manera totalmente irreconciliable con las afirmaciones de la Hechos canónicos. En dos palabras, si los Hechos canónicos son verdaderos, los apócrifos son falsos. Ello no implica que todos los detalles de los mismos lo sean, pero para afirmar que tengan fundamento histórico se necesita una autoridad independiente del texto.
B. Cronología
Si, de acuerdo con una opinión casi unánime, admitimos que los Hechos XV y Gal., ii, 1-10, se refieren al mismo hecho, se verá que transcurre un intervalo de diecisiete años incompletos (o al menos de dieciséis) entre la conversión de San Pablo y el Concilio Apostólico, pues que Pablo visitó Jerusalén tres años después de su conversión. (Gal., i, 18) y volvió después de catorce años para la reunión tenida según las observancias legales (Gal., ii, 1: "Epeita dia dekatessaron eton"). Es verdad que algunos autores incluyen los tres años previos a la visita en el total de catorce, pero esta explicación parece forzada. Por otro lado, doce o trece años pasaron entre el Concilio Apostólico Por otra parte, pasaron doce o trece años después de Concilio Apostólico hasta el fin de la cautividad, dado que la cautividad duró casi cinco años (más dos en Cesárea, Hechos, xxiv, 27, seis meses de viaje incluyendo la parada de Malta, dos años en Roma, Hechos, xxviii, 30); la tercera misión duró no menos de cuatro años y medio (de los que tres pasaron en Efeso, Hechos, xx, 31, y uno entre la salida de Efeso y la llegada a Jerusalén, I Cor., xvi, 8; Hechos, xx, 16, y seis meses como mínimo para el viaje a la tierra de los Gálatas, Hechos, xviii, 23); Mientras que la tercera misión duró algo más de tres años (dieciocho meses en Corinto, Hechos, xviii, 11, y el resto para la evangelización de Galacia, Macedonia y Atenas, Hechos, xv, 36-xvii, 34). Así es que desde su conversión hasta el final de la primera cautividad tenemos un total de veintinueve años. Así pues, su pudiéramos encontrar un punto de sincronismo entre un hecho de la vida de San Pablo y un acontecimiento cualquiera de la historia profana fechada, nos sería sencillísimo reconstruir completamente la cronología paulina.. Desgraciadamente, este deseo no ha sido nunca realizado con seguridad, a pesar de los muchos intentos hechos por los expertos, especialmente en los tiempos recientes. No están desprovistos de interés algunos intentos fallidos, porque el descubrimiento de una inscripción o de una moneda podría un día transformar una fecha aproximada en un punto absolutamente cierto. Podría tratarse de los contactos de Pablo con Sergius Paulus, procónsul de Chipre, al rededor del año 46 (Hechos, xiii, 7), el encuentro en Corinto con Aquila y Priscila, que había sido expulsada de Roma hacia el 51 (Hechos, xviii, 2), el encuentro con Galio, procónsul de Acaya, hacia el 53 (Hechos, xviii, 12), el discurso de Pablo ante el gobernador Félix y su mujer Drusila hacia el 58 (Hechos, xxiv, 24). Todos estos acontecimientos coinciden con la cronología general del apóstol en cuanto se trata de fechas aproximadas, pero no dan resultados de precisión. Sin embargo, tres sincronismos parecen fundamentar una base firme:

(1) La ocupación de Damasco por el enarca del rey Aretas y la huida del apóstol tres años después de su conversión. (II Cor., xi, 32-33; Hechos, ix, 23-26).— Existen monedas damascenas con la efigie de Tiberio del año 34 que prueban que en aquel tiempo la ciudad pertenecía a los romanos. Es imposible pensar que Aretas la hubiera recibido como un regalo de Tiberio, dado que este último, especialmente en sus últimos días, fue hostil al rey de los nabatenses al que Vitellius, gobernador de Siria, se le ordenó atacar (Joseph., "Ant.", XVIII, v, 13); tampoco Aretas podría haberla conquistado él mismo por la fuerza dado que, aparte lo inverosímil de una agresión directa contra los romanos, la expedición de Vitellius no fue dirigida en primer lugar contra Damasco sino contra Petra. No fue pues descabellado imaginar por un momento que Calígula la hubiera cedido en el momento de su accesión, dado como era a tales caprichos. (10 de marzo del 37). De hecho, no se sabe nada sobre las monedas imperiales de Damasco con fechas entre Calígula y Claudio. De acuerdo con esta hipótesis, la conversión de San Pablo no habría sido anterior al año 34, ni tampoco su fuga de Damasco, ni su primera visita a Jerusalén habrían sido anteriores al año 37.

(2) La muerte de Agripa, la hambruna en Judea, la misión de Pablo y Bernabé en Jerusalén para llevar allá las limosnas de la iglesia de Antioquía (Hechos, xi, 27—xii, 25).— Agripa murió poco después de pascua (Hechos, xii, 3, 19), cuando estaba celebrando en Cesárea las solemnes festividades en honor de Claudio por su reciente retorno de Bretaña en el tercer año de su reino, que había empezado en el 41 (Josefo, "Ant.", XIX, vii, 2). Estos hechos combinados nos llevan al año 44, año en el que precisamente Orosio (Hist., vii, 6) sitúa la hambruna que desoló Judea. Josefo la sitúa algo después, bajo el procurador Tiberio Alejandro (alrededor del 46), pero es bien conocido que el entero reinado de Claudio estuvo caracterizado por las malas cosechas. (Suet., "Claudius", 18) y que una hambruna general era precedida normalmente por un periodo de escasez. También es posible que el alivio de la escasez predicha por Agabus (Hechos, xi, 28, 29) precediera a la aparición del azote o coincidiera con sus primeros síntomas. Por otro lado, la simultaneidad de la muerte de Herodes y la misión de Pablo no puede ser sino aproximado, dado que los dos hechos están estrechamente relacionados en los Hechos, la narración de la muerte de Agripa podría ser un mero episodio para proyectar alguna luz sobre la situación de la Iglesia en Jerusalén en el momento de la llegada de los delegados de Antioquía. En cualquier caso, el año 45 parece el más satisfactorio.

(3) La substitución de Félix por Festo dos años después de la detención de Pablo (Hechos, xxiv, 27).— Hasta hace poco, los cronologistas fijaban de común acuerdo esta fecha tan importante en el año 60-61. Harnack, 0. Holtzmann, y McGiffert sugirieron avanzar esta fecha tres o cuatro años por las siguientes razones: (1) En su "Chronicon", Eusebio sitúa la llegada de Festo en el segundo año de Nerón (octubre del 55-octubre del 56, o si, como se ha dicho, Eusebio hizo empezar los reinados de los emperadores en Septiembre después de su accesión, septiembre del 56-septiembre del 57). Mas no debemos olvidar que las crónicas estaban siempre obligadas a dar fechas exactas por lo que estaban forzadas a conjeturarlas y quizá Eusebio, por falta de información precisa, dividió en dos partes iguales la duración de los dos mandatos de Félix y Festo. (2) Josefo afirma (Ant., XX, viii, 9) que, como Félix había sido llamado a Roma y había sido acusado por los judíos ante Nerón, tuvo que asegurar su salvación solamente a causa de su hermano Pallas que entonces gozaba de su favor. Pero, de acuerdo con Tácito (Annal., XIII, xiv-xv), Pallas fue destituido un poco antes del cuarenta aniversario de Británico, es decir en enero del 55. Estas dos afirmaciones son contradictorias, dado que Pallas fue destituido tres meses después de la accesión al trono de Nerón (13 de octubre del 54) El no podría haber asistido a la cumbre de su poder cuando su hermano Félix, reclamado en Palestina al mando de Nerón hacia Pentecostés, llegó a Roma. Pallas conservó su poder y su influencia después de su destitución dado que su gestión no fue objeto de pesquisas y, así, fue capaz de asistir a su hermano hasta el año 62, cuando Nerón lo envenenó para apoderarse de sus posesiones.

Los partidarios de una fecha posterior aducen las razones siguientes: (1) Dos años antes de que Félix fuera llamado a Roma, Pablo le recordó que había sido durante muchos años juez de la nación judía (Hechos, xxiv, 10-27). Esta expresión no puede querer decir menos de seis o siete años y como, de acuerdo con Josefo y Tácito, Félix fue nombrado procurador de Judea en el 52, el principio de la cautividad debería caer en el 58 o en el 59. Es verdad que el argumento pierde su fuerza si se admite con algunos críticos que Félix antes de ser procurador había tenido un puesto de subordinado en Palestina. (2) Josefo (Ant., XX, viii, 5-8) sitúa bajo Nerón todo lo que pertenece al gobierno de Félix y, aunque la larga serie de acontecimientos no implica muchos años, es evidente que Josefo consideró el gobierno de Félix como algo coincidente con la mayor parte de los años de Nerón, que empezó el 13 de Octubre del 54. Al fijar así las fechas clave de en la vida de Pablo, todas la fichas conocidas con certeza o con probabilidad coinciden: Conversión, en el 35; primera visita a Jerusalén en el 37; estancia en Tarso en el 37-43; apostolado en Antioquía en el 43-44; segunda visita a Jerusalén en el 44 o en el 45; primera misión en el 45-49; Tercera visita a Jerusalén en el 49 o en el 50; segunda misión en el 50-53; cartas I y II a los tesalonicenses en el 52; cuarta visita a Jerusalén en el 53; tercera misión en el 53-57; cartas I y II a los corintios y a los gálatas en el 56; a los romanos en el 57; quinta visita a Jerusalén, arresto en el 57; llegada de Festo, salida para Roma en el 59; cautivo en Roma en el 60-62; cartas a Filemón, a los colosenses, a los efesios, a los filipenses en el 61; segundo periodo de actividad en el 62-66; carta I a Timoteo; a Tito, segundo arresto en el 66; carta II a Timoteo, martirio en el 67. (Verse Turner, "Chronology of the N. T." in Hastings, "Dict. of the Bible" Hönicke, "D Chronologie des Lebens des Ap. Paulus", Leipzig, 1903.

II. VIDA Y OBRAS DE SAN PABLO

A. Su nacimiento y su educación

De San Pablo mismo sabemos que nació en Tarso, en Cilicia (Hechos, xxi, 39), de un padre que era ciudadano romano (Hechos, xxii, 26-28; cf. xvi, 37), en el seno de una familia en la que la piedad era hereditaria (II Tim., i, 3) y muy ligada a las tradiciones y observancias fariseas (Fil., iii, 5-6). San Jerónimo nos dice, no se sabe con qué razones, que sus padres eran nativos de Gischala, una pequeña ciudad de Galilea y que lo llevaron a Tarso cuando Gischala fue tomada por los romanos ("De vir. ill.", v; "In epist. ad Fil.", 23). Este último detalle es ciertamente un anacronismo mas los orígenes galileos de la familia no son en absoluto improbables. Dado que pertenecía a la tribu de Benjamín, se le dio el nombre de Saúl (o Saulo) que era común en esta tribu en memoria del primer rey de los judíos. (Fil., iii, 5). En tanto que ciudadano romano también llevaba el nombre latino de Pablo (Paulo). Para los judíos de aquel tiempo era bastante usual tener dos nombres, uno hebreo y otro latino o griego entre los que existía a menudo una cierta consonancia y que yuxtaponían en el modo usado por San Lucas (Hechos, xiii, 9: Saulos ho kai Paulos). Véase en este punto Deissmann, "Bible Studies" (Edinburgh, 1903, 313-17.) Fue natural que, al inaugurar su apostolado entre los gentiles, Pablo usara su nombre romano, especialmente porque el nombre de Saulo tenía un significado vergonzoso en griego. Puesto que todo judío que se respetase había de enseñar a su hijo un oficio, el joven Saulo aprendió a hacer tiendas de lona (Hechos, xviii, 3) o más bien a hacer la lona de las tiendas (cf. Lewin, "Life of St. Paul", I, London, 1874, 8-9). Era aún muy joven cuando fue enviado a Jerusalén para recibir una buena educación en la escuela de Gamaliel (Hechos, xxii, 3). Parte de su familia residía quizá en la ciudad santa puesto que más tarde se haría mención de una hermana cuyo hijo le salvaría la vida (Hechos, xxiii, 16). A partir de este momento resulta imposible seguir su pista hasta que tomó parte en el martirio de San Esteban (Hechos, vii, 58-60; xxii, 20). En ese momento se le califica de “joven” (neanias), pero esta era una apelación elástica que bien podía aplicarse a cualquiera entre veinte y cuarenta años.

B. Su Conversión y primeras empresas

Leemos en los hechos de los apóstoles tres relatos de la conversión de San Pablo. (ix, 1-19; xxii, 3-21; xxvi, 9-23) que presentan ligeras diferencias que no son difíciles de armonizar y que no afectan para nada la base del relato, perfectamente idéntica en substancia. Verse J. Massie, "The Conversion of St. Paul" en "The Expositor", 3ª serie, X, 1889, 241-62. Sabatier de acuerdo con los críticos más independientes ha dicho (L'Apotre Paul, 1896, 42): “Estas diferencias no pueden en absoluto alterar el hecho, el objeto narrado es extremadamente remoto no tratan ni siquiera de las circunstancias que rodearon el milagro sino con las impresiones subjetivas que los compañeros de San Pablo recibieron en esas circunstancias…” Utilizar esas diferencias para negar el carácter histórico del hecho es hacer violencia al texto adoptando una actitud arbitraria. Todos los esfuerzos hechos para explicar la conversión de San Pablo sin recurrir al milagro han fracasado. Las explicaciones naturalísticas se reducen a dos: o San Pablo creyó verdaderamente ver a Cristo mientras sufría una alucinación o creyó verlo solo a través de una visión espiritual que la tradición, recogida en los Hechos de los Apóstoles, convirtió luego en visión material. Renan lo explica todo por una alucinación debida a la enfermedad, y acaecida a causa de una combinación de causas morales como la duda, el remordimiento, el temor, y algunas causas físicas como la oftalmía, la fatiga, la fiebre, la transición rápida del desierto tórrido a los jardines frescos de Damasco, quizá en medio de una tormenta repentina acompañada de rayos y relámpagos. Esta combinación múltiple habría producido, según Renan, una conmoción cerebral con fase de delirio que San Pablo tomó de buena fe como la aparición de Cristo.
Los otros partidarios de la explicación natural evitan la palabra alucinación pero caen, pronto o tarde, en la explicación de Renan la cual hacen más complicada. Por ejemplo Holsten, para el que la visión de Cristo es simplemente la conclusión de una serie de silogismos por los que Pablo se persuadió a sí mismo de que Cristo había verdaderamente resucitado. También Pfleiderer, para el que la imaginación juega un papel más importante: "Un temperamento nervioso, excitable; un alma violentamente agitada por las más terribles dudas; una fantasía de lo más vívido, llena de las terribles escenas de persecución por un lado, y por el otro con la imagen ideal del Cristo celeste; la proximidad de Damasco que implicaba la urgencia de la decisión, la intransigencia que lleva a la soledad, el calor cegador y dolorosísimo del desierto. De hecho, todo esto combinado, produjo un estado de éxtasis en los que el alma cree ver las imágenes y los conceptos que violentamente la agitan como si fueran fenómenos del mundo externo" (Lectures on the influence of the Apostle Paul on the development of Christianity, 1897, 43). Hemos citado a Pfleiderer palabra por palabra porque su explicación “sicológica” se considera la mejor que se haya desarrollado nunca. Y sin embargo, se ve fácilmente que es insuficiente e incluso en total contradicción con el documento escrito de los Hechos en tanto que testimonio expreso de San Pablo mismo. (1) Pablo está seguro de haber "visto a" Cristo como los otros apóstoles lo hicieron (I Cor., ix, 1); él mismo declara que Cristo se le “apareció” (I Cor., xv, 8) como a Pedro, Santiago o a los doce después de su resurrección. (2) Él sabe bien que su conversión no es el fruto de ningún razonamiento humano, sino de un cambio imprevisto, repentino y radical debido a la gracia omnipotente (Gal., i, 12-15; I Cor., xv, 10). (3) Es falso atribuirle dudas, perplejidades o remordimientos antes de su conversión. Pablo fue detenido por Cristo cuando su furia alcanzaba el máximo furor (Hechos, ix, 1-2); perseguía a la Iglesia “con celo” (Fil., iii, 6), y fue acreedor de la gracia porque actuó con "ignorancia en su creencia de buena fe" (I Tim., i, 13). Todas la explicaciones sicológicas o no, carecen de valor ante estas afirmaciones, puesto que todos suponen que la causa de su conversión fue su fe en Cristo mientras que, según los testimonios concordantes de los Hechos y las Epístolas, fue la visión de Cristo la que motivó su fe.
Después de su conversión, de su bautismo y de su cura milagrosa Pablo empezó a predicar a los judíos (Hechos, ix, 19-20). Después se retiró a Arabia, probablemente a la región al sur de Damasco. (Gal., i 17), indudablemente menos a predicar que a meditar las escrituras. A su vuelta a Damasco, las intrigas de los judíos le obligaron a huir de noche (II Cor., xi, 32-33; Hechos, ix, 23-25). Fue a Jerusalén a ver a Pedro (Gal., i, 18), pero se quedó solamente quince días porque las celadas de los griegos amenazaban su vida. A continuación pasó a Tarso y allá se le pierde de vista durante seis años (Hechos, ix, 29-30; Gal., i, 21). Bernabé fue en busca suya y lo trajo a Antioquía donde trabajaron juntos durante un año con un apostolado fructífero. (Hechos, xi, 25-26). También juntos fueron enviados a Jerusalén a llevar las limosnas para los hermanos de allá con ocasión de la hambruna predicha por Agabus (Hechos, xi, 27-30). No parecen haber encontrado a los apóstoles allí esta vez ya que se encontraban dispersos a causa de l persecución de Herodes.

C. Sus trabajos apostólicos

Este periodo de doce años (45-57) fue el más activo y fructífero de su vida. Comprende tres grandes expediciones apostólicas de las que Antioquía fue siempre el punto de partida y que, invariablemente, terminaron por una visita a Jerusalén.

(1) Primera misión (Hechos, xiii, 1-xiv, 27)

Enviado por el Espíritu para la evangelización de los gentiles, Bernabé y Saulo embarcaron con destino a Chipre, predicaron en la sinagoga de Salamina, cruzaron la isla de este a oeste siguiendo sin duda la costa sur y llegaron a Pafos, residencia del procónsul Sergio Paulo, donde tuvo lugar un cambio repentino. Después de la conversión del procónsul romano, Saulo, repentinamente convertido en Pablo, es citado por San Lucas antes de Bernabé y asume ostensiblemente la dirección de la misión que hasta entonces había ejercido Bernabé. Los resultados de este cambio son rápidamente evidentes. Pablo comprende que, al depender Chipre de Siria y Cilicia, la isla entera se convertiría cuando las dos provincias romanas abrazaran la fe de Cristo. Escogió entonces el Asia Menor como campo de su apostolado y se embarcó en Perge de Panfilia, once kilómetros por encima del puerto de Cestro. Fue entonces cuando Juan Marcos, primo de Bernabé, desanimado quizás por los ambiciosos proyectos del apóstol, abandonó la expedición y volvió a Jerusalén, mientras que Pablo y Bernabé trabajaban solos entre las arduas montañas de Pisidia, infestadas de bandidos y atravesaron profundos precipicios. Su destino era la colonia romana de Antioquía, situada a siete días de viaje desde Perge. Aquí, Pablo habló del destino divino de Israel y del providencial envío del Mesías, un discurso que San Lucas reproduce en substancia como ejemplo de una predicación en la sinagoga. (Hechos, xiii, 16-41). La estancia de los dos misioneros en Antioquía fue lo suficientemente larga como para que la palabra del Señor fuera conocida a través de todo el país. (Hechos, xiii, 49). Cuando los judíos consiguieron con sus intrigas un decreto de destierro, continuaron hacia Iconium, distante tres o cuatro días de viaje, donde encontraron la misma persecución por parte de los judíos y la misma acogida por parte de los gentiles. La hostilidad de los judíos los forzó a buscar refugio en la colonia romana de Listra, distante como unos veinticinco kilómetros. Aquí, los judíos de Antioquía y de Iconium dejaron celadas para Pablo y, habiéndolo apedreado lo dejaron por muerto, mientras que él logró una vez más escapar buscando esta vez refugio en Derbe, situada alrededor de sesenta kilómetros de la provincia de Galacia. Después de completar su circuito, los misioneros volvieron sobre sus pasos para visitar a los nuevos cristianos, ordenaron algunos sacerdotes en cada una de las iglesias fundadas por ellos y al fin volvieron a Perge, donde se detuvieron a predicar de nuevo el Evangelio, mientras que esperaban quizá la oportunidad de embarcar para Atalia, un puerto a dieciocho kilómetros de allá. Al volver a Antioquía de Siria, después de una ausencia que había durado tres años, fueron recibidos con muestras de gozo y de acción de gracias pues que Dios les había abierto las puertas de la fe al mundo de los gentiles.

El problema del estatuto de los gentiles en la Iglesia se hizo entonces sentir en toda su agudeza. Algunos judeocristianos que venían de Jerusalén reclamaron el que los gentiles fueran sometidos a la circuncisión y tratados como los judíos trataban a los prosélitos. Contra esta opinión, Pablo y Bernabé protestaron y se decidió convocar una reunión en Jerusalén para resolver el asunto En esta asamblea, Pablo y Bernabé representaron a la comunidad de Antioquía. Pedro defendió la libertad de los gentiles, Santiago insistió en lo contrario, pidiendo al mismo tiempo que se abstuvieran de algunas de las cosas que más horrorizaban a los Judíos. Al fin se decidió que los gentiles estaban exentos de la ley de Moisés primeramente. En segundo lugar, que los de Siria y Cilicia deberían abstenerse de lo sacrificado a los ídolos, de la sangre, de los animales estrangulados y de la fornicación. En tercer lugar, que su decisión no era promulgada en virtud de la ley de Moisés sino que era dada en nombre del Espíritu Santo, lo que significaba el triunfo de las ideas de San Pablo. La restricción impuesta a los gentiles convertidos procedentes de Siria y Cilicia no se aplicaba a sus iglesias y Tito, su compañero, no fue apremiado a circuncidarse, a pesar de las protestas de los judaizantes (Gal., ii, 3-4). Se asume aquí que Gal., ii, y Hechos, xv, relatan el mismo hecho puesto que, de un lado, los actores son los mismos Pablo y Bernabé, y por el otro Pedro y Santiago; la discusión es la misma, la cuestión de la circuncisión de los gentiles; la escena idéntica Antioquía y Jerusalén; y la fecha idéntica: Alrededor del 50 d.d.J.C.; y el resultado uno solo: la victoria de Pablo sobre los judaizantes. Sin embargo, la decisión no fue adelante sin dificultades. El asunto no concernía solamente los gentiles y, mientras que se les exoneraba de la ley de Moisés, se declaraba al mismo tiempo que hubiera sido más meritorio y más perfecto para ellos el observarla, puesto que el decreto parece haber complacido a los prosélitos judíos de la segunda generación. Además, los judeocristianos, que no habían sido incluidos en el veredicto, podían seguir considerándose como ligados por la observancia de la ley. Este fue el origen de la disputa que surgió inmediatamente después en Antioquía entre Pedro y Pablo. Este último enseñó abiertamente que la ley había sido abolida para los judíos mismos. Pedro no pensaba de otro modo, pero consideró oportuno evitar la ofensa a los judaizantes e impedirles que comer con los gentiles que no observaban las prescripciones de la ley. Así, influenció moralmente a los gentiles a vivir como los judíos lo hacían, Pablo hizo ver que esta restricción mental y este oportunismo preparaban el camino de futuros malentendidos y conflictos, y que, incluso, tenía entonces, tendría nefastas consecuencias. Su forma de relatar estos incidentes no deja la menor duda de que Pedro fue persuadido por sus argumentos. (Gal., ii, 11-20).

(2) Segunda misión (Hechos, xv, 36-xviii, 22)

El principio de la segunda misión se caracterizó por una discusión a propósito de Marcos, que Pablo rechazó como compañero de viaje. Así pues, Bernabé partió con Marcos el de Chipre y Pablo escogió a Silas o Silvano, un ciudadano romano como él y miembro influyente de la Iglesia de Jerusalén, y partió para Antioquía a fin de llevar el decreto del consejo apostólico. Los dos misioneros fueron primero de Antioquía a Tarso, con un alto en el camino para promulgar el decreto del primer Concilio de Jerusalén, y luego fueron de Tarso a Derbe a través de las puertas de Cilicia, de los desfiladeros de Tarso y de las llanuras de Licaonia. La visita de las iglesias fundadas en la primera misión se realizó sin incidentes si no es a propósito de la elección de Timoteo, que los apóstoles en Lisistra persuadieron para que se circuncidara para mejor llegar a las colonias de judíos, numerosos en estas plazas. Fue probablemente en Antioquía de Pisidia, aunque los Hechos no mencionan tal lugar, donde el itinerario de la misión fue cambiado por intervención del Espíritu Santo. Pablo pensó en entrar en la provincia de Asia por el valle del Meandro, lo que le permitiría un solo día de viaje, y sin embargo, pasaron a través de Frigia y Galacia pues el Espíritu les prohibió predicar la palabra de Dios en Asia. (Hechos, xvi, 6). Estas palabras (ten phrygian kai Galatiken choran) pueden interpretarse de forma diversa, dependiendo de si se quiere decir Gálatas del norte o del sur (véase GALATAS). Sea como sea, los misioneros hubieron de viajar hacia el norte en la región de Galacia llamada así en propiedad y cuya capital era Pesinonte, y la única cuestión pendiente es si predicaron o no en ella. No pensaron en hacerlo aunque sabemos que la evangelización de los Gálatas fue debida a un accidente, el de la enfermedad de San Pablo (Gal., iv, 13); lo que va muy bien si se trata de los gálatas del norte. En cualquier caso, los misioneros después de alcanzar la Misia Superior (kata Mysian), intentaron llegar a la rica provincia de Bitinia, que se extendía ante ellos pero el Espíritu Santo se lo impidió (Hechos, xvi, 7). Así es que atravesaron Misia sin pararse a predicar (parelthontes) y llegaron a Alejandría de Tróade, donde la voluntad de Dios les fue revelada por la visión de un macedonio que los llamaba pidiendo auxilio para su país.

Pablo continuó a utilizar sobre suelo europeo los métodos de predicación que había utilizado desde el principio. Hasta donde fue posible, concentró sus esfuerzos en metrópolis desde las que la fe se extendería hacia ciudades de segundo rango y, finalmente a las áreas rurales. Allí donde encontraba una sinagoga, empezaba por predicar en ella a los judíos y prosélitos que estaban de acuerdo en escucharle. Cuando la ruptura con los judíos era irreparable, lo que ocurría más pronto o más tarde, fundaba una nueva iglesia con sus neófitos en tanto que núcleo. Permanecía entonces en la misma ciudad a no ser que una persecución se declarase, normalmente a causa de las intrigas de los judíos. Existían, sin embargo, algunas variantes del plan. En Filipo, donde no había sinagoga, la primera predicación tuvo lugar en un puesto llamado el proseuche lo que los gentiles tomaron como motivo de persecución. Pablo y Silas, acusados de alterar el orden público, recibieron palos, fueron arrojados en prisión y finalmente exilados. Pero en Tesalónica, y Berea, donde se refugiaron después de lo de Filipo, las cosas se desarrollaron según el plan previsto. El apostolado de Atenas fue absolutamente excepcional. Aquí no se planteaba el problema de los judíos o de la sinagoga, y Pablo, en contra de su costumbre, estaba solo. (I Thess., iii,1 ). Desarrolló de cara al areópago una especie de discurso del que se conserva un resumen en los Hechos. (xvii, 23-31) como un modelo en su género. Parece haber dejado la ciudad de grado, sin haber sido forzado a ello por la persecución. La misión de Corinto, por otro lado, puede ser considerada como típica. Pablo predicó en la sinagoga todos los sábados y cuando la oposición violenta de los judíos le negó la entrada, se retiró a una casa próxima, propiedad de un prosélito llamado Tito Justo. De esta forma prolongó su apostolado por dieciocho meses mientras los judíos atentaron contra él en vano; fue capaz de resistir gracias al a actitud, por lo menos imparcial si no favorable, del procónsul Galio. Finalmente, decidió irse a Jerusalén de acuerdo con un voto hecho quizá en un momento de peligro. Desde Jerusalén, de acuerdo con su costumbre, volvió a Antioquía. Las dos epístolas a los tesalonicenses se escribieron durante los primeros meses de la estadía en Corinto. Véase TESALONICENSES.

(3) Tercera misión (Hechos, xviii, 23-xxi, 26)

El destino del tercer viaje de Pablo fue evidentemente Efeso, donde Aquila y Priscila lo esperaban. El había prometido a los efesios volver a evangelizarlos si tal era la voluntad de Dios (Hechos, xviii, 19-21) y el Espíritu Santo no se opuso más a su entrada en Asia Así es que, después de una breve visita a Antioquía se fue a través de Galacia y de Frigia. (Hechos, xviii, 23) y pasando a través de las regiones del “Asia Central” llegó hasta Efeso (XIX, 1). Su manera de proceder permaneció intacta. Para ganarse la vida y no ser una carga para los fieles, tejió todos los días durante muchas horas muchas tiendas, lo que no le impidió el predicar el Evangelio. Como de costumbre, empezó en la sinagoga donde tuvo éxito durante los primeros meses. Después enseñó diariamente en un aula puesta a su disposición por un cierto Tirano “desde la hora quinta a la décima” (de las once de la mañana a las cuatro de la tarde) de acuerdo con la interesante tradición del "Codex Bezaar" (Hechos, xix,9). Así vivió por dos años de tal forma que todos los habitantes de Asia, judíos y griegos, oyeron la palabra de Dios. (Hechos, XIX, 20).

Por supuesto que hubo pruebas que sufrir y obstáculos que superar. Algunos de esos obstáculos surgieron de la envidia de los judíos, que intentaron inútilmente imitar los exorcismos de Pablo, otros vinieron de la superstición de los paganos, particularmente acentuada en Efeso. Sin embargo, triunfó de una manera tan clara que los libros de superstición que fueron quemados tenían un valor de 50,000 monedas de plata. (una moneda correspondía aproximadamente a un día de trabajo). Esta vez, la persecución fue debida a los gentiles y fue por motivos interesados. Los progresos del cristianismo arruinaron la venta de las pequeñas reproducciones del templo de Diana y las de la diosa misma, estatuillas muy compradas por los peregrinos, con lo que un cierto Demetrio, en cabeza de los orfebres, arengó a la plebe contra San Pablo. San Lucas describió con realismo y emoción la escena, transpuesta luego al el teatro. (Hechos, xix, 23-40). El apóstol tuvo que rendirse a la tormenta. Después de una estancia de dos años y medio, quizá más, en Efeso (Hechos, xx, 31: trietian), partió para Macedonia y de allí para Corinto, donde pasó el invierno. Su intención fue la de seguir en primavera para Jerusalén, sin duda para Pascua, pero al saber que los judíos habían planeado atentar contra su vida, no les dio la oportunidad de hacerlo al viajar por mar, volviéndose por Macedonia. Muchos discípulos, divididos en dos grupos, lo acompañaron o lo esperaron en Tróade. Entre otros, se encontraban Sopater de Berea, Aristarco y Segundo of Tesalónica, Gayo de Derbe, Timoteo, Tichico y Trófimo de Asia, y finalmente Lucas, el historiador de los Hechos, que nos da todos los detalles del viaje: Filipo, Tróade, Aso, Mitilene, Jíos, Samos, Mileto, Cos, Rodas, Pátara, Tiro, Tolemaida, Cesárea y Jerusalén. Podríamos citar aún tres hechos notables: en Tróade Pablo resucitó al joven Eutiquio que se había caído de la ventana de un tercer piso mientras que Pablo predicaba tarde por la noche. En Mileto pronunció un discurso emotivo que arrancó las lágrimas a los ancianos de Efeso. (Hechos, xx, 18-38). En Cesárea el Espíritu Santo predijo por la boca de Agabo que sería arrestado, lo que no le disuadió de ir a Jerusalén.

Cuatro de las más grandes epístolas de San Pablo fueron escritas durante esta tercera misión: la primera a los corintios desde Efeso, alrededor de la Pascua antes de su salida de la ciudad; la segunda a los corintios desde Macedonia durante el verano o el otoño del mismo año; a los romanos desde Corinto en la primavera siguiente; la fecha de la epístola a los gálatas es objeto de controversia. De la muchas cuestiones a propósito de la ocasión o del lenguaje de las cartas o de la situación de los destinatarios de las mismas, véase Epistolas a los CORINTIOS; GALATAS, ROMANOS.

D. La cautividad (Hechos 21, 27-28. 31)

Cuando los judíos acusaron en falso a Pablo de haber introducido a los gentiles en el templo, el populacho maltrató a Pablo, y, cubierto de cadenas, el tribuno Lisias lo echó a la cárcel de la fortaleza Antonia. Cuando éste supo que los judíos habían conspirado para matar al prisionero, lo envió bajo fuerte escolta a Cesárea, que era la residencia del procurador Félix. Pablo no tuvo dificultad para poner en claro las contradicciones de los que lo acusaban pero, al negarse a comprar su libertad, Félix lo mantuvo encadenado durante dos años e incluso lo arrojó a la cárcel para dar gusto a los judíos en espera de la llegada de su sucesor el procurador Festo. El nuevo gobernador quiso enviar al prisionero a Jerusalén para que fuese juzgado en presencia de sus acusadores, pero Pablo, que conocía perfectamente las argucias de sus enemigos, apeló al César. En consecuencia, esta causa podía sólo ser despachada en Roma. Este periodo de cautividad se caracteriza por cinco discursos del Apóstol: El primero fue pronunciado en hebreo en las escaleras de la fortaleza Antonia ante una multitud amenazante; Pablo relató su vocación y su conversión al apostolado, pero fue interrumpido por los gritos hostiles de la gente (Hechos, xxii, 1-22). En el segundo, al día siguiente ante el Sanedrín reunido bajo la presidencia de Lisias, el apóstol enredó hábilmente a los fariseos contra los saduceos con lo que no se pudo llevar adelante ninguna acusación. El tercero fue la respuesta al acusador Tértulo en presencia del gobernador Félix; en ella hizo ver que los hechos habían sido manipulados probando, así, su inocencia. (Hechos xxiv, 10-21). El cuarto discurso es una simple explicación resumida de la fe cristiana ante el gobernador Félix y su mujer Drusila (Hechos, xxiv, 24-25). El quinto, pronunciado ante el gobernador Festo, el rey Agripa y su mujer Berenice, repite de nuevo la historia de la conversión y quedó sin terminar debido a las interrupciones sarcásticas del gobernador y la actitud molesta del rey (Hechos, xxvi).

El viaje del prisionero Pablo de Cesárea a Roma fue descrito por San Lucas con una viveza de colores y una precisión que no dejan nada que desear. Pueden verse los comentarios de Smith, "Voyage and Shipwreck of St. Paul" (1866); Ramsay, "St. Paul the Traveller and Roman Citizen" (London, 1908). El centurión Julio había enviado a Pablo y a otros prisioneros en un navío mercante en el que Lucas y Aristarco pudieron sacar pasaje. Dado que la estación se encontraba avanzada, el viaje fue lento y difícil. Costearon Siria, Cilicia y Panfilia. En Mira de Licia los prisioneros fueron transferidos a un bajel dirigido a Italia, pero unos vientos contrarios persistentes los empujaron hacia un puerto de Chipre llamado Buenpuerto, alcanzado incluso con mucha dificultad y Pablo aconsejó invernar allí, pero su opinión fue rechazada y el barco derivó sin rumbo fijo durante catorce días terminando en las costas de Malta. Durante los tres meses siguientes, la navegación fue considerada demasiado peligrosa, con lo que no se movieron del lugar, mas con los primeros días de la primavera, se apresuraron a reanudar el viaje. Pablo debió llegar a Roma algún día de marzo. "Quedó dos años completos en una vivienda alquilada . . . predicando el Reino de Dios y la fe en Jesucristo con toda confianza, sin prohibición" (Hechos, xxviii, 30-31). Y, con estas palabras, concluyen los Hechos de los Apóstoles.

No hay duda de que San Pablo terminó su juicio absuelto; ya que (1) el informe del gobernador Festo, así como el del centurión, fueron favorables; y que (2) los judíos parecen haber abandonado la acusación puesto que sus correligionarios no parecen haber estado informados (Hechos, xxviii, 21); y que (3) el rumbo tomado por el procedimiento judicial le dejó algunos periodos de libertad, de los que habló como cosa cierta (Fil., i, 25; ii, 24; Philem., 22); y que (4) las cartas pastorales (en el supuesto que sean auténticas) implican un periodo de actividad de Pablo subsiguiente a su cautividad. Y se llega a la misma conclusión en la hipótesis según la cual no son auténticas, dado que todas ellas coinciden en que el autor conocía bien la vida del apóstol. Unánimemente se acepta que las “epístolas de la cautividad” se enviaron desde Roma. Algunos autores han intentado probar que San Pablo las escribió durante su detención en Cesárea, pero pocos autores los han seguido. La epístola a los colosenses, a los efesios y a Filemón se enviaron juntas y utilizando el mismo mensajero: Tíchico. Es controvertido si la epístola a los filipenses fue anterior o posterior a estas últimas y la cuestión no ha sido nunca resuelta con argumentos incontrovertibles (ver Epistolas a FILIPENSES, EFESIOS, COLOSENSES, FILEMON.

E. Los últimos años

Dado que este periodo carece de la documentación de los Hechos, está envuelto en la más completa obscuridad; nuestras únicas fuentes son algunas tradiciones dispersas y las citas dispersas de las epístolas. Pablo deseó pasar por España desde mucho tiempo antes (Rom., xv, 24, 28) y no hay pruebas de que cambiase su plan. Hacia el fin de su cautiverio, cuando anuncia su llegada a Filemón (22) y a los filipenses (ii, 23-24), no parece considerar esta visita como inminente, dado que promete a los filipenses enviarles un mensajero en cuanto conozca la conclusión de su juicio y, por consiguiente, él preparaba otro viaje antes de su vuelta a oriente. Sin necesidad de citar los testimonios de San Cirilo de Jerusalén, San Epifanio, San Jerónimo, San Crisóstomo y Teodoreto diremos finalmente que el testimonio de San Clemente de Roma, bien conocido, el testimonio del "Canon Muratorio", y el "Acta Pauli" hacen más que probable el viaje de San Pablo a España. En cualquier caso, no pudo quedarse allá por mucho tiempo, dada su prisa por visitar las iglesias del este. Pudo sin embargo haber vuelto a España a través de la Galia, como algunos padres pensaron, y no a Galacia, a la que Crescencio fue enviado más tarde. (II Tim., iv, 10). Es verosímil que, después, cumpliera su promesa de visitar a su amigo Filemón y que, en tal ocasión, visitara las iglesias del valle de Licaonia, Laodicea, Colosos, y Hierapolis.

A partir de este momento el itinerario se vuelve sumamente incierto aunque los hechos siguientes parecen estar indicados en las epístolas pastorales: Pablo se quedó en Creta el tiempo preciso para fundar nuevas iglesias, cuyo cuidado y organización dejó en manos de su colega Tito (Tit., i, 5). Fue después a Efeso y rogó a Timoteo, que estaba ya allí, que permaneciera allá hasta su vuelta mientras él se dirigía a Macedonia (I Tim., i,3). En esta ocasión visitó, como había prometido, a los filipenses (Fil., ii, 24), y, naturalmente, también pasó a ver a los tesalonicenses. La carta a Tito y la primera epístola a Timoteo deben datar de este periodo; parece que se escribieron al mismo tiempo aproximadamente, poco después de haber dejado Efeso. La cuestión es el saber si se enviaron desde Macedonia o desde Corinto, como parece más probable. El Apóstol instruye a Tito para que se reúna con él en Nicópolis de Epiro donde piensa pasar el verano (Titus, iii, 12). En la primavera siguiente debe haber efectuado su plan de vuelta a Asia (I Tim, iii, 14-15). Aquí ocurrió el obscuro episodio de su arresto, que probablemente tuvo lugar en Tróade; ello explicaría el porqué había dejado a Carpo unas ropas y unos libros que necesitó después (II Tim., iv, 13). De allí fue a Efeso, capital de la provincia de Asia, donde lo abandonaron todos aquellos que él pensaba le habrían sido fieles (II Tim., i, 15). Enviado a Roma para ser juzgado, dejó a Trófimo enfermo en Mileto y a Erasto, otro de sus compañeros, que permanecieron en Corinto por razones nunca aclaradas (II Tim., iv, 20). Cuando Pablo escribió su segunda epístola a Timoteo desde Roma, creía que toda esperanza humana estaba perdida (iv, 6).; en ella pide a su discípulo que venga a verle lo más rápidamente posible, dado que está solo con Lucas. No sabemos si Timoteo fue capaz de ir a Roma antes de la muerte del Apóstol.

Una antigua tradición hace posible establecer los puntos siguientes: (1) Pablo sufrió el martirio cerca de Roma en la plaza llamada Aquae Salviae (hoy Piazza Tre Fontane), un poco al oeste de la Via Ostia, a cerca de tres kilómetros de la espléndida basílica de San Pablo Extra Muros, lugar donde fue enterrado. (2) El martirio tuvo lugar hacia el fin del reinado de Nerón, en el duodécimo año (San Epifanio), en el decimotercero (Eutalio), o en el decimocuarto (San Jerónimo). (3) De acuerdo con la opinión más común, Pablo sufrió el martirio el mismo día del mismo año que Pedro; algunos padres latinos disputan si fue el mismo día pero no del mismo año; el testigo más anciano, San Dionisio el Corintio, dice solamente kata ton auton kairon, lo que puede ser traducido por “al mismo tiempo” o “aproximadamente al mismo tiempo”. (4) Durante tiempo inmemorial, la solemnidad de los apóstoles Pedro y Pablo se celebra el 29 de Junio, que es el aniversario, sea de la muerte, sea del traslado de sus reliquias. El Papa iba antiguamente con sus acompañantes a San Pablo Extra Muros después de haber celebrado en San Pedro, aunque la distancia entre las dos basílicas (cerca de ocho quilómetros) hacía dicha ceremonia demasiado agotadora, particularmente en este momento del año. Así surgió la costumbre de transferir al día siguiente (30 de junio) la conmemoración de San Pablo. La fiesta de la conversión de San Pablo (25 de enero) tiene un origen comparativamente reciente. Hay razones de creer que este día fue celebrado para marcar el traslado de las reliquias de San Pablo a Roma, puesto que así aparece en el Martirologio Hieronimiano. Esta fiesta es desconocida en la iglesia griega (Dowden, "The Church Year and Kalendar", Cambridge, 1910, 69; cf. Duchesne, "Origines du culte chrétien", Paris, 1898, 265-72; McClure, "Christian Worship", London, 1903, 277-81).

F. Retrato Físico y Moral de San Pablo

De Eusebio sabemos (Hist. Eccl, VII, 18) que, incluso en su tiempo, había representaciones de Cristo con los apóstoles Pedro y Pablo. La apariencia de San Pablo se conservó en tres monumentos antiguos: (1) Un díptico que del primer siglo (Lewin, "The Life and Epistles of St. Paul", 1874, frontispiece of Vol. I and Vol. II, 210). (2) Un amplio medallón encontrado en el cementerio de Domitila y que representa a loa apóstoles Pedro y Pablo (Op. cit., II, 411). (3) Un plato de cristal en el Museo Británico con los mismos apóstoles (Farrara, "Life and Work of St. Paul", 1891, 896). También tenemos dos descripciones concordantes en los “Hechos de Pablo y Telea” del seudo Luciano de Filópatris de Malalas (Chronogr., x), y en Nicéforo (Hist. Eccl, III, 37). Pablo era bajo de estatura; El seudo Crisóstomo lo llama el hombre de los tres codos (anthropos tripechys); tenía las espaldas anchas, algo calvo, de nariz ligeramente aquilina, cejas corridas, barba gruesa y gris, complexión armoniosa y maneras agradables y afables. Sufría de una enfermedad que es difícil de diagnosticar (cf. Menzies, "St. Paul's Infirmity" en el Expository Times", July and Sept., 1904), pero a pesar de esta enfermedad dolorosa y humillante (II Cor., xii, 7-9; Gal., iv, 13-14) y a pesar de que su presencia no era imponente (II Cor., x, 10), Pablo poseyó sin duda una resistencia física fuera de lo común que sólo ella pudo soportar sus trabajos sobrehumanos (II Cor., xi, 23-29). El seudo Crisóstomo "In princip. apóstol. Petrum et Paulum" (in P. G., LIX, 494-95), piensa que murió a la edad de sesenta y ocho años después de haber servido al señor treinta y cinco.

El retrato moral es algo más difícil de esbozar, tan lleno está de contrastes. Se encontrarán sus elementos en Lewin, op. cit., II, xi, 410-35 (Paul's Person and Character); en Farrar, Op, cit., Appendix, Excursus I; y especialmente en Newman, "Sermons preached on Various Occasions", vii, viii.

III. TEOLOGÍA DE SAN PABLO

A. Pablo y Cristo

La presente cuestión pasó por dos fases distintas. Si se sigue a la escuela de Tübingen, el apóstol tenía sólo un conocimiento vago de la vida y la obra del Cristo histórico e incluso desdeñaba tal conocimiento como inferior e inútil. Su única razón es el texto siguiente mal interpretado: "Et si cognovimus secundum carnem Christum, sed nunc jam novimus" (II Cor., v, 16). La contraposición que se observa en este texto no es la del Cristo histórico y el Cristo glorificado, sino la del Mesías tal y como los judíos incrédulos se lo representaban, (y quizá como algunos judaizantes lo predicaban) y el Mesías tal y como se le manifestó en su muerte y resurrección, y tal como él lo confesó después de su conversión. No es ni admisible ni probable que Pablo se desinteresase de la vida para predicar a Cristo, al que amaba apasionadamente, que le sostenía para la imitación de los neófitos, y cuyo Espíritu se jactaba de tener. No puede creerse que no interrogara sobre esta cuestión a los testigos presenciales que eran Barnabé, Silas, o los futuros historiadores de Cristo, Marcos y Lucas, con quienes estuvo tanto tiempo asociado. Un examen cuidadoso de este asunto nos hace llegar a las tres siguientes conclusiones, hoy generalmente aceptadas: (1) Hay en San Pablo más alusiones a la vida y a las enseñanzas de Cristo de lo que podría suponerse a primera vista, y el hecho de que sean alusiones sin énfasis demuestra que el Apóstol sabía de este asunto más de lo que decía y de lo que pudiera decir. (2) Estas alusiones son más frecuentes en San Pablo que en los evangelios. (3) Desde los tiempos apostólicos hubo una catequesis, que se refería, entre otras cosas, a la vida y enseñanzas de Cristo y que todos los neófitos tenían que poseer, de tal modo que no era necesario referirse a estos asuntos sino ocasionalmente y de paso.

La segunda fase de la cuestión está estrechamente conectada con la primera. Los mismos teólogos que predican que Pablo era indiferente a la vida y a las enseñanzas previas de Cristo, exageran deliberadamente su originalidad e influencia. Según ellos, Pablo fue el creador de la teología, el fundador de la Iglesia, el predicador del ascetismo, el defensor de los sacramentos y del sistema eclesiástico, el adversario de la religión del amor y de la libertad que Cristo vino a anunciarnos. Si para honorarlo, Pablo fue llamado el segundo fundador del cristianismo, este cristianismo debió de ser al menos parcialmente opuesto al primitivo. Así, se hace responsable a Pablo de todas las antipatías del pensamiento moderno hacia el cristianismo primitivo. En gran medida reside aquí el movimiento que podríamos llamar “retorno a Cristo”, de cuyas divagaciones somos ahora testigos. En realidad, la razón principal del llamado “retorno a Cristo” es escapar de San Pablo, a la raíz del dogma y teólogo de la fe. El grito "Zuruck zu Jesu" (vuelta a Jesús) que resonó en Alemania por treinta años, está inspirado por una intención posterior, "Los von Paulus" (dejemos a Pablo). El problema es el siguiente: ¿Fue la relación de Pablo hacia Cristo la de un discípulo hacia su maestro? O ¿fue Pablo un autodidacto absolutamente independiente del evangelio de Jesús y de la predicación de los doce? Uno tiene que admitir que los trabajos publicados no proyectan demasiada luz sobre el tema. Sin embargo, las discusiones habidas no dejaron de ser útiles, dado que han puesto de relieve que la mayor parte de las doctrinas típicamente paulinas como la justificación por la fe, la muerte redentora de Cristo o la universalidad de la salvación, están de acuerdo con los primeros escritos de los demás apóstoles en los que ellas se basan. Julicher en particular ha subrayado que la cristología de San Pablo, más exaltado que sus compañeros de apostolado, nunca fue objeto de controversia y que él mismo no fue nunca consciente de singularidad alguna en estos asuntos comparado con los otros heraldos del evangelio. Cf. Morgan, "Back to Christ" in "Dict. of Christ and the Gospels", I, 61-67; Sanday, "Paul", loc. cit., II, 886-92; Feine, "Jesus Christus und Paulus" (1902); Goguel, "L'apôtre Paul et Jésus-Christ" (Paris, 1904); Julicher, "Paulus und Jesus" (1907).

B. La idea de base de la teología de San Pablo

Algunos autores modernos consideran que la teodicea es la base, el centro y la cúspide de la teología paulina. "La doctrina del apóstol es, en realidad, teocéntrica y no antropocéntrica. Lo que solemos llamar ‘metafísica’ sustenta para Pablo el hecho inmediato y soberano; Dios, como él lo concibe, es todo en todos tanto para su razón como para su corazón" (Findlay en Hastings, "Dict. of the Bible", III, 718). Stevens empieza su exposición sobre la “teología paulina” con un capítulo intitulado “la doctrina de Dios”. Sabatier (L'apotre Paul, 1896, 297) considera también que "la última palabra de la teología paulina es ‘Dios todo en todos’”, y hace la idea misma de Dios lo que corona el edificio teológico de Pablo. Pero estos autores no reflejaron que la idea de Dios ocupa tan amplio espacio en la enseñanza del apóstol, cuyo pensamiento, profundamente religioso como el de todos sus compatriotas, no es característico ni se distingue del de sus compañeros de apostolado y ni siquiera del de sus contemporáneos judíos. Muchos teólogos protestantes modernos, especialmente entre los que siguen más o menos la escuela de Tübingen, mantienen que la doctrina de Pablo es “antropocéntrica”, que ella empieza por su concepción de la incapacidad humana para cumplir la ley de Dios sin la ayuda de la gracia, hasta tal punto que, siendo el esclavo del pecado, debe luchar contra la carne. Mas si bien esto fuera la génesis de la idea de Pablo, es extraño que la enunciara solamente en un único capítulo a los romanos (Rom., vii), si esto aún con un sentido controvertido, de tal manera que si este capítulo no hubiera sido escrito o se hubiera perdido, no tendríamos medio alguno para recuperar la clave de su enseñanza. Sin embargo, los más de los teólogos acuerdan hoy día que la doctrina de S. Pablo es cristocéntrica, que es la base de su soteriología, no desde un punto de vista subjetivo de acuerdo con los antiguos prejuicios del protestantismo que hicieron de la justificación por la fe la quintaesencia del paulinismo, sino desde un punto de vista objetivo, abarcando en una amplia síntesis la persona y figura del redentor. Esto puede ser demostrado empíricamente afirmando que todos y cada uno de los detalles en san Pablo convergen hacia Jesucristo, y ello de tal modo que, haciendo abstracción de Jesucristo, su enseñanza se vuelve totalmente incomprensible, tanto en conjunto como en detalle. Lo mismo se demuestra observando que lo que Pablo llama su evangelio consiste en la salvación de todos los hombres por Cristo y en Cristo. He ahí el punto de partida del siguiente análisis:

C. La humanidad sin Cristo

Los primeros tres capítulos de la epístola a los romanos muestran nuestra naturaleza humana bajo el imperio del pecado. Ni los gentiles ni los judíos pudieron contener el alud del mal. La ley mosaica fue una barrera fútil porque prescribió el bien sin dar fuerzas para su cumplimiento. El apóstol llega al a siguiente conclusión poco entusiasta: "No hay diferencia (entre judíos y gentiles) puesto que todos pecaron y todos necesitan la gloria de Dios" (Rom., iii, 22-23). Procede luego a mostrarnos la causa histórica de este mal: "A causa de un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte; así que la muerte pasó a todos los hombres puesto que todos en él pecaron" (Rom., v, 12). Este hombre es Adán evidentemente, que trajo el pecado trajo al mundo, y no sólo un pecado personal, sino un pecado predominante que dejó en todo los hombres la semilla de la muerte: "Todos pecaron cuando Adán pecó; todos pecaron en y con su pecado" (Stevens, "Pauline Theology", 129). Queda, sin embargo, por ver como el pecado original que es nuestra heredad, se manifiesta externamente y se convierte en la fuente de nuestros pecados actuales. Nos lo enseña Pablo en el capítulo séptimo, donde describe la lucha entre la ley, asistida por la razón, y la naturaleza humana debilitada en la carne y la tendencia al mal, representa la naturaleza como inevitablemente vencida: "Dado que me deleito en la ley de Dios según el hombre interior: pero hay otra ley en mis miembros que lucha contra la ley del espíritu y me hace cautivo en el pecado" (Rom., vii, 22-23). Esto no quiere decir que el organismo, el substrato material, sea pecado en sí mismo como algunos teólogos de la escuela de Tübingen lo han dicho, puesto que la carne de Cristo, en todo semejante a nosotros, estuvo exenta del pecado, y el apóstol nos desea que nuestros cuerpos, destinado a la resurrección, queden libres de toda mancha. La relación entre el pecado y la carne no es ni inherente ni necesaria; es accidental, determinada por un hecho histórico y capaz de desaparecer por la actuación del Espíritu Santo, siendo sin embargo cierto, que no está en nuestra mano el poder superarlo sin ayuda, lo que implica la necesidad del Salvador.

Y sin embargo, Dios no abandona al hombre pecador. Él continúa a manifestarse en el mundo visible (Rom., i, 19-20), por la luz de la conciencia (Rom. ii, 14-15) para, finalmente, manifestarse a través de su providencia, siempre activa, paternal y benevolente (Hechos, xiv, 16; xvii, 26). Más aún, en su infinita misericordia, Él "salvará a todos los hombres y los hará llegar al conocimiento de la verdad" (I Tim., ii, 4). Esta voluntad es necesariamente subsiguiente al pecado original, pues que concierne al hombre tal y como es en la actualidad. Según su bondadoso deseo, Dios conduce paso a paso al hombre hacia la salvación. A los patriarcas, particularmente a Abrahán, hizo una promesa libre y generosa, confirmada por el juramento (Rom., iv, 13-20; Gal., iii, 15-18), que anticipaba el evangelio. A Moisés dio su ley, cuya observación debería haber sido medio de salvación (Rom., vii, 10; x, 5), la cual, aún violada como lo fue en realidad, resultó ser una guía que condujo a Cristo (Gal., iii, 24) y el instrumento de la misericordia en sus manos. La ley fue un mero interludio hasta que la humanidad estuvo preparada para la revelación (Gal., iii, 19; Rom., v, 20), originando así la intervención divina. (Rom., iv, 15). Allá donde abundó el mal surgió el bien y "la escritura concluyó bajo el pecado, mientras que la promesa, por la fe en Jesucristo, pudo ser dada a los que creen" (Gal., iii, 22). Todo esto se cumplió "al final de los tiempos" (Gal., iv, 4; Eph., i, 10), esto es, en el momento dispuesto por Dios para la ejecución de sus designios misericordiosos, cuando la impotencia del hombre pudiera manifestarse plenamente. Entonces, "Dios envió a su hijo nacido de mujer bajo la ley, para que pudiera redimir al hombre que estaba bajo la ley, para que pudiera recibir la adopción filial" (Gal., Iv, 4).

D. La persona del Redentor

Casi todas las referencias a la persona de Jesucristo llevan, directa o indirectamente aparejado, el papel de salvador. La cristología paulina es siempre soteriológica. A pesar de lo amplio de estos esquemas, ellos nos muestran la fiel imagen de Cristo en su preexistencia, en su existencia histórica y en su vida gloriosa (véase F. Prat, "Théologie de Saint Paul").

(1) Cristo en su preexistencia
(a) Cristo pertenece a un orden superior a lo creado (Eph., i, 21);Él es el creador y el mantenedor del mundo (Col., i, 16-17); Todo es por Él, en Él, y para Él (Col., i, 16). (b) Cristo es la imagen del Padre invisible (II Cor., iv, 4; Col., i, 15); Él es el hijo de Dios, pero, a diferencia de los otros hijos, lo es de un modo incomunicable; Él es el hijo, el hijo mismo, el bienamado y lo ha sido siempre (II Cor., i, 19; Rom., viii, 3, 32; Col., i, 13; Eph., i, 6; Etc.). (c) Cristo es el objeto de las doxologías reservadas sólo a Dios (II Tim., iv, 18; Rom., xvi, 27); Se le reza como se le reza al Padre (II Cor., xii, 8-9; Rom., x, 12; I Cor., i, 2); Los dones que se le piden pueden ser sólo concedidos por Dios, particularmente la gracia y la salvación (Rom., i, 7; xvi, 20; I Cor., i,3; xvi, 23; Etc.) ante Él se dobla toda rodilla en el cielo, en la tierra y en el abismo (Fil., ii, 10), puesto que toda cerviz se inclina en adoración de su Altísima Majestad. (d) Cristo posee en sí todos los atributos divinos; es eterno, pues que es el "primer nacido de toda criatura" y existe antes de todas los tiempos (Col., i, 15, 17); es inmutable, puesto que existe "en forma de Dios" (Fil., ii, 6); es omnipotente, puesto que tiene poder para hacer surgir todo de la nada (Col., i, 16); Es inmenso, dado que llena todas las cosas con su plenitud (Eph., iv, 10; Col., ii, 10); Es infinito, puesto que "la plenitud divina opera en Él" (Col.ii, 9). Todo ello es la característica especial de Dios que le pertenece por derecho; su sede en el juicio es la de Cristo (Rom., xiv, 10; II Cor., v, 10); El evangelio de Dios es el de Cristo (Rom., i, 1, 9; xv, 16, 19, etc.); La iglesia de Dios es la de Cristo (I Cor., i, 2 and Rom., xvi 16 sqq.); el reino de Dios es el de Cristo (Eph., v, 5), el Espíritu de Dios es el de Cristo (Rom., viii, 9 sqq). (e) Cristo es el Señor (I Cor., viii, 6); Se le identifica con el Jahvé del viejo testamento (I Cor., x, 4, 9; Rom., x, 13; cf. I Cor., ii, 16; ix, 21); Él es el Dios que “adquirió su iglesia con su propia sangre" (Hechos, xx, 28); es nuestro "Dios y salvador Jesucristo" (Tit., ii, 13); es el Dios "de todas las cosas" (Rom., ix, 5), representa en su infinita transcendencia la suma y sustancia de todo lo creado.

(2) Jesucristo como hombre
Pablo esboza el otro aspecto de la figura de Cristo con mano no menos firme. Jesucristo es el segundo Adán (Rom., v, 14; I Cor., xv, 45-49); "el mediador entre Dios y los hombres" (I Tim., ii, 5), y, en tanto que tal, es necesariamente un hombre (anthropos Christos Iesous). De tal forma que desciende de los patriarcas (Rom., ix, 5; Gal., iii, 16), es "de la estirpe de David según la carne)" (Rom., i, 3), "nacido de mujer" (Gal., iv, 4), como todos los hombres; y finalmente, es conocido como hombre en su apariencia, similar a la de todos los hombres (Fil., ii, 7), aparte del pecado, que no conoció ni pudo conocer (II Cor., v, 21). Cuando San Pablo dice que "Dios envió a su Hijo bajo la apariencia de la carne pecadora" (Rom., viii, 3), no quiere decir que niega la realidad de la carne de Cristo, sino que niega únicamente su aspecto pecador.

En ningún sitio explica el Apóstol como se realiza en Cristo la unión de las naturalezas divina y humana, le basta con afirmar que Aquel que poseía "la naturaleza de Dios' tomó "la naturaleza del siervo" (Fil., ii, 6-7), o con afirmar la encarnación con la siguiente fórmula sucinta: "Dado que en Él se realiza la plenitud de la Divinidad corporalmente" (Col., ii, 9). Lo que podemos ver claramente es que Cristo es una sola persona a la que se atribuyen, a menudo en una única sentencia, las cualidades propias de la naturaleza humana y las de la naturaleza divina, como la preexistencia, la existencia histórica y la vida gloriosa (Col., i, 15-19; Fil., ii, 5-11; Etc.). La explicación teológica de este misterio ha dado lugar a innumerables errores. Por ejemplo la negación de una de las naturalezas, sea la humana (docetismo), sea la divina (arrianismo), o bien las dos naturalezas se consideraron unidas de una forma accidental, dando lugar a dos personas (nestorianismo), o las dos naturalezas se consideraron dos aspectos de una sola (monofisismo), o bien, con el pretexto de unirlas, se mutilaba una de ellas, sea la humana (apolinarianismo), o la divina, dando lugar a la extraña herejía moderna conocida bajo el nombre de Kenosis.

Esta última requiere una breve explicación, puesto que está basada en el dicho de san Pablo: "Siendo de forma divina… se despojó a sí mismo (ekenosen eauton, de donde kenosis) tomando la forma de un siervo" (Fil., ii, 6-7). Contrariamente a la opinión común, Lutero aplicó estas palabras, no al Verbo, sino a Cristo, esto es, el Verbo encarnado. Además él comprendió la communicatio idiomatus como una posesión real por cada una de las dos naturalezas de los atributos de la otra. Según este punto de vista, la naturaleza humana de Cristo habría poseído los divinos atributos de la ubicuidad, de la omnisciencia y de omnipotencia. Entre los teólogos luteranos hay dos sistemas: uno afirma que la naturaleza humana de Cristo se despojó voluntariamente de sus atributos (kenosis), y el otro que estos mismos atributos fueron velados durante su existencia mortal (krypsis). Modernamente, la doctrina de la Kenosis, siempre restringida estrictamente a la teología luterana, ha cambiado completamente de opinión. A partir de la idea filosófica de que la “personalidad” se identifica con la “consciencia”, se mantiene que allá donde hay una única persona, hay una única consciencia; pero pues que la consciencia de Cristo era íntegramente humana, la consciencia divina había necesariamente dejado de existir o por lo menos de actuar en Él. Según Tomas, teórico del sistema, El hijo de Dios fue despojado, no después de la encarnación como afirmó Lutero, por el hecho mismo de la encarnación, y lo que hizo posible la unión del Logos con la humanidad fue la facultad de la divinidad de poderse limitar a sí misma en ser y en actividad. Los otros partidarios del sistema se expresan de una forma análoga. Gess, por ejemplo, dice que en Jesucristo el ego divino se transmutó en el ego humano. Cuando se objeta que Dios es inmutable, que no puede dejar de ser, ni limitarse, ni transformarse, ellos replican que este razonamiento no es más que una hipótesis metafísica, un concepto sin realidad. (Para ver varias formas de Kenosis consúltese Bruce, "The Humiliation of Christ", p. 136.)

Todos esto sistemas no son sino variantes del Monofisismo. Siguen considerando inconscientemente que en Cristo no hay sino una naturaleza como para una única persona. Según la doctrina católica por el contrario, la unión de las dos naturaleza sin una persona única no cambia la naturaleza divina y no implica ningún cambio físico en la naturaleza humana de Cristo. Sin duda Cristo es el Hijo y tiene moralmente derecho, incluso como hombre, a los bienes de su padre, como la inmediata visión de Dios, la felicidad eterna y el estado de gloria. Se encuentra luego despojado temporalmente de una parte de estos bienes para que pueda cumplir su misión en tanto que redentor. Abajamiento y la aniquilación de los que nos habla San Pablo, cosa totalmente diferente de la Kenosis más arriba descrita.

E. La redención objetiva en tanto obra de Cristo

Hemos visto como el hombre caído es incapaz de levantarse de nuevo sin ayuda, Dios en su misericordia envió su Hijo para salvarlo. Que Jesucristo nos salvó en la cruz es una doctrina de San Pablo a menudo repetida, que “fuimos justificados por su sangre” y que “fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo" (Rom., v, 9-10). ¿Qué da a la sangre de Cristo, a su muerte, a su cruz esta fuerza salvadora? Pablo no responde nunca a esta pregunta directamente, pero nos enseña el drama del Calvario bajo tres aspectos, que hay peligro en separa y que se comprenden mejor comparándolos entre sí:
(a) por un lado la muerte de Cristo es un sacrificio, como los de la antigua ley, para expiar el pecado y para hacerse a Dios propicio. Cf. Sanday y Headlam, "Romans", 91-94, "La muerte de Cristo en tanto que sacrificio". "Es imposible en este pasaje (Rom., iii, 25) desembarazarse de la siguiente doble idea: (1) del sacrificio; (2) del sacrificio expiatorio . . . Independientemente de este pasaje, no es difícil probar que estas dos ideas de sacrificio y de propiciación son la raíz misma de la enseñanza, no sólo de San Pablo, sino de todo el nuevo testamento en general. "El doble peligro de esta idea es primeramente el querer aplicar al sacrificio de Cristo todos los modos de acción, reales o supuestos, de los sacrificios imperfectos de la antigua ley y, por otro lado, el suponer que Dios se apiada por una especie de efecto mágico, en virtud de este sacrificio donde, por el contrario, fue Él quien tomó la iniciativa de la misericordia instituyendo el sacrificio del Calvario y dotándolo de un valor expiatorio”.
(b) Por otro lado, la muerte de Cristo representa la redención, el pago del rescate que da como resultado la liberación del hombre de su servitud anterior (I Cor., vi, 20; vii, 23 [times egorasthete]; Gal., iii, 13; iv, 5 [ina tous hypo nomon exagorase]; Rom., iii, 24; I Cor., i, 30; Eph., i, 7, 14; Col., i, 14 [apolytrosis]; I Tim., ii, 6 [antilytron]; etc.) Esta idea, correcta en principio, puede ser inconvenientemente exagerada o aislada. Llevándola más allá del sentido con el que fue escrita, algunos padres avanzaron la extraña sugestión de que Cristo pagó al demonio, que nos tenía sujetos, el necesario rescate. Otro error es considerar la muerte de Cristo como un valor en sí mismo, independientemente del Cristo que la ofreció a Dios por la remisión de nuestros pecados.

(c) También a menudo, Cristo parece sufrir en nuestro lugar, como castigo por nuestros pecados. Parece sufrir una muerte física para salvarnos de la muerte moral del pecado y preservarnos de la muerte eterna. Esta idea de una substitución resultó talmente llamativa a los teólogos luteranos, que admitieron una equivalencia cuantitativa entre el sufrimiento de Cristo y el castigo merecido por nuestras faltas. Llegaron incluso a mantener que Jesús sufrió el castigo de perder la visión divina y sufrir la maldición del Padre. Todo esto no es más que extravagancias que no hicieron sino arrojar descrédito sobre la teoría de la substitución. Se ha dicho con acierto, que la transferencia del castigo de una persona a otra es una injusticia y una contradicción, dado que el castigo es inseparable de la falta y que un castigo inmerecido no es ya más un castigo. Por otro lado, San Pablo no dice nunca que Cristo murió en nuestro lugar (anti), sino sólo que murió por nosotros (hyper) a causa de nuestros pecados.

En realidad, los tres puntos considerados más arriba no son sino tres aspectos de la redención que, lejos de excluirse los unos a los otros, se armonizan y se combinan, modificando si es necesario todos los otros aspectos del problema. En el texto siguiente, San Pablo reúne estos diferentes aspectos con algunos otros. Somos "justificados gratuitamente por su gracia por la redención en Cristo Jesús, a quien Dios puso como sacrificio de propiciación, mediante la fe en su sangre, para la manifestación de su justicia por la remisión de los pecados pasados, en la paciencia de Dios para manifestar su justicia en el tiempo presente; para probar que es justo y que justifica a todo el que cree en Cristo Jesús" (Rom., iii, 24-26). Se designan aquí las partes de Dios, de Cristo y del hombre: (1) Dios toma la iniciativa; Él ofrece a su Hijo; Él va a manifestar su justicia, pero le inclina a ello su misericordia. Es, pues, incorrecto o más o menos inadecuado decir que Dios estaba ofendido con la raza humana y que se apaciguó solamente a causa de la muerte de su Hijo. (2) Cristo es nuestra redención (apolytrosis), es el instrumento de la expiación y de la propiciación (ilasterion), y lo es a causa de su sacrificio (en to autou aimati), el cual no se parece en nada al sacrificio de animales irracionales; deriva su valor de Cristo, que lo ofreció por nosotros a su Padre en la obediencia y el amor (Fil., ii, 8; Gal., ii, 20). (3) el hombre no es un elemento meramente pasivo en el drama de la salvación; él debe entender la lección enseñada por Dios y apropiarse por la fe del fruto de la redención.

F. La redención subjetiva

Habiendo ya muerto y resucitado Cristo, la redención se ha completado en principio y por ley para toda la raza humana. Todo hombre puede hacerla suya de hecho por la fe y el bautismo, que, uniéndolo a Cristo, le hace partícipe de la vida divina. La fe, según San Pablo, se compone de varios elementos: sumisión del intelecto a la palabra de Dios; abandono del creyente a su salvador que promete asistencia; acto de obediencia por el que el hombre acepta la voluntad divina. Tal acto posee un valor moral puesto que “da gloria a Dios” (Rom., iv, 20) en la medida en la que reconoce su propia impotencia. Es por esta razón por la que "Abraham creyó a Dios y le fue reputado por justicia" (Rom., iv, 3; Gal., iii, 6). Los hijos de Abraham, del mismo modo, "justificados por la fe sin el auxilio de la ley" (Rom., iii, 28; cf. Gal., ii, 16). Se sigue pues: (1) Que la justicia la otorga Dios en consideración de la fe. (2) Que, sin embargo, la fe no es equivalente a la justicia dado que el hombre es justificado por la gracia (Rom., iv, 6). (3) Que la justicia otorgada gratuitamente al hombre deviene su propiedad y le es en adelante inherente. Antes los protestantes afirmaban que la justicia de Cristo nos es imputada aunque actualmente reconocen que el argumento va contra la escritura y carece de la garantía paulina; pero algunos, se atienen a basar la justificación en un buen trabajo (ergon), niegan el valor moral de la fe y predican que la justificación no es sino un juicio formal de Dios, que no altera absolutamente nada la justificación del pecador. Tal teoría es insostenible; pues: (1) incluso admitiendo que “justificar” signifique “declarar justo”, es absurdo suponer que Dios declara justo a alguien que no lo es aún o que no se vuelve justo por la declaración misma. (2) La justificación es inseparable de la santificación, dado que esta última es "la justificación de la vida" (Rom., v, 18) y que cada "justo vive por la fe" (Rom., i, 17; Gal., iii, 11). (3) Por la fe y el bautismo muere el “hombre viejo”, lo que es imposible sin empezar a vivir como hombre nuevo que “de acuerdo con Dios es creado en la justicia y en la santidad” (Rom., vi, 3-5; Eph., iv, 24; I Cor., i, 30; vi, 11). Podemos, pues, establecer una distinción de definición entre los conceptos de justificación y santificación, pro no podemos separar las dos cosas ni considerarlas como cosas separadas.

G. Doctrina moral

El hecho de que conecte la moral con la redención subjetiva, o justificación, es una característica notable del pensamiento paulino. Resulta particularmente chocante el capítulo vi, de la carta a los romanos. En le bautismo "el hombre viejo es crucificado con Cristo para que el cuerpo de pecado sea destruido con el fin de que no sirvamos ya más al pecado" (Rom., vi, 6). Nuestra incorporación al cuerpo místico de Cristo no es solamente una transformación y una metamorfosis, sino una acción real, el nacimiento de un nuevo ser, sujeto a nuevas leyes y, por consiguiente, a nuevos deberes. Para comprender la importancia de nuestras obligaciones basta vernos a nosotros mismos como cristianos y hacer realidad las nuevas relaciones que resultan de este nacimiento sobrenatural: la filiación a Dios padre, la consagración al Espíritu Santo, la identidad mística con nuestro salvador Jesucristo y la hermandad con los otros miembros de Cristo. Pero esto no es todo. Pablo dice a los neófitos: "Gracias sean dadas a Dios porque, siendo siervos del pecado, habéis obedecido de corazón a la doctrina en la que habéis sido liberados . . . . Pero ahora, siendo libres del pecado, habiéndoos convertido en los siervos de Dios, tenéis el fruto de la santificación, y en la vida eterna" (Rom., vi, 17, 22). Por el acto de fe y el bautismo su sello, el cristiano se hace libremente siervo de Dios y soldado de Cristo. La voluntad de Dios, que él acepta de antemano en la medida en que se manifiesta, se convierte, de ahí en adelante, en su código de conducta. Así es que el código moral de San Pablo descansa por un lado en la voluntad positiva de Dios dada a conocer por Cristo, promulgada por los apóstoles, y aceptada virtualmente por los neófitos en su primer acto de fe, y por otro lado en la regeneración por el bautismo y en la nueva relación que él produce. Todos los mandamientos y recomendaciones de Pablo son una mera aplicación de estos principios.

H. Escatología

(1) La descripción gráfica de la parusía paulina (I Thess., iv, 16-17; II Thess., i, 7-10) contiene casi exactamente los mismos puntos esenciales del gran discurso escatológico de Cristo (Matt, xxiv; Mark, xiii, Luke, xxi). Una característica común de estos pasajes es la proximidad aparente de la parusía. Pablo no afirma que la venida del Salvador esté próxima. En cada una de las cinco epístolas en las que expresa el deseo y la esperanza de ser testigo presencial de la venida de Cristo, considera al mismo tiempo la probabilidad de la hipótesis contraria, demostrando así que carece de certeza y de revelación explícita en este punto Sabe sólo que el día de la venida del Señor será inesperado, como llega un ladrón (I Thess.v, 2-3), así es que aconseja a los neófitos el estar listos sin descuidar los deberes de estado (II Thess., iii, 6-12). Aunque la llegada de Cristo sea súbita, estará precedida por tres signos: apostasía general (II Thess., ii, 3), aparición del Anticristo (ii, 3-12), y conversión de los judíos (Rom., xi, 26). Una circunstancia particular de la predicación de San Pablo es que el justo que viva en la segunda venida de Cristo pasará a la inmortalidad gloriosa sin morir [I Thess., iv, 17; I Cor., xv, 51 (Greek text); II Cor., v, 2-5].

(2) Debido a las dudas de los corintios, Pablo trata de la resurrección de Cristo con algún detalle. No ignora la resurrección de los pecadores, que afirmó ante el Gobernador Félix (Hechos, xxiv, 15), pero no habla de ella en sus epístolas. Cuando dice que "los muertos que están en Cristo surgirán primero" (proton, I Thess., iv, 16, Greek) su “primero” no se refiere a otra resurrección sino a la gloriosa transformación de los vivos. Del mismo modo, la “iniquidad” de la que habla (tou telos, I Cor., xv, 24) no es el fin de la resurrección, sino del mundo presente y del nuevo orden de cosas. Todos los argumentos presentados con respecto a la resurrección se pueden reducir a tres: la unión mística del cristiano con Cristo, la presencia en nosotros del Espíritu y la convicción interior y la fe sobrenatural de los apóstoles. Es evidente que estos argumentos tratan solamente de la resurrección gloriosa de los justos. En dos palabras, la resurrección de los réprobos no entraba en su horizonte teológico. ¿Cuál es la condición de las almas de los justos entre la muerte y la resurrección? Gozar de la presencia de Cristo (II Cor., v., 8); su heredad es envidiable (Fil., i, 23); de donde se deduce que es imposible que sean sin vida, sin actividad, sin conciencia.

(3) El juicio, según san Pablo, y según los sinópticos, está relacionado estrechamente con la parusía y la resurrección. Son los tres actos del mismo drama que constituyen la ley del Señor (I Cor., i, 8; II Cor., i, 14; Fil., i, 6, 10; ii, 16). "Dado que todos debemos comparecer ante el juicio de Cristo, que todos debemos recibir de acuerdo con nuestros hechos sean ellos buenos o malos" (II Cor., v, 10).

De este texto se deducen dos conclusiones:

(1) El juicio será universal, ni los justos ni los réprobos lo eludirán (Rom., xiv, 10-12), ni siquiera los ángeles (I Cor., vi, 3); todos los que comparezcan deberán dar cuenta de la utilización de su libertad.

(2) El juicio será según las obras: esta es una verdad reiteradamente expuesta por San Pablo hablando de los pecadores (II Cor., xi, 15), de los justos (II Tim., iv, 14), y de todos los hombres en general (Rom., ii, 6-9). Muchos protestantes se maravillan y defienden que esta doctrina de San Pablo no es sino el resto de su educación rabínica (Pfleiderer), o que no pudo armonizarla con la doctrina de la justificación gratuita (Reuss), o que el premio será proporcional a las acciones, como la cosecha lo es con relación a la siembra, pero no debido a las acciones (Weiss). Estos autores pierden de vista el hecho de que San Pablo considera dos justificaciones, la primera, necesariamente gratuita dado que el hombre era incapaz de merecerla (Rom., iii, 28; Gal., ii, 16), y la segunda, de acuerdo con sus obras (Rom., ii, 6: kata ta erga), dado que el hombre, una vez ornado con la divina gracia es capaz de mérito como de demérito. Se sigue que la recompensa celestial es "una corona de justicia que el Señor, juez justo, otorgará" (II Tim., iv, 8) a aquellos que la hayan ganado legítimamente.

En dos palabras, la escatología de S. Pablo no es tan distintiva como se la ha hecho siempre aparecer. Quizá su característica más original sea la continuidad entre el presente y el futuro del justo, entre la gracia y la gloria, entre la salvación incipiente y la salvación consumada. Un gran número de términos: redención, salvación, justificación, reino, gloria y, especialmente, vida, son comunes a los dos estados o, más bien, a las dos fases de la misma existencia unidas por la caridad “que perdurará siempre”.

F. PRAT Transcrito por Donald J. BoonTraducido por J. Moreno-Dávila