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martes, 31 de marzo de 2009

DOCUMENTO DE MALINAS I

LA RENOVACIÓN CARISMÁTICA (1974) ORIENTACIONES TEOLÓGICAS Y PASTORALES


INTRODUCCIÓN

En nuestro tiempo la Renovación Carismática se extiende en el mundo entero. Con el fin de ayudar a todos los que tienen que emitir un juicio o tomar una decisión sobre ella, el Cardenal Suenens ha reunido en Malinas (Bélgica), del 21 al 26 de mayo de 1974, a un pequeño equipo internacional de teólogos y dirigentes laicos (1). Estos han intentado dar una serie de orientaciones teológicas y pastorales en respuesta a algunas de las inquietudes más frecuentes en la materia. Son perfectamente conscientes de la imperfección del documento que, lejos de ser definitivo, requerirá un estudio más profundo en numerosos puntos.


Las preguntas en relación con la Renovación Carismática son tan diferentes que es difícil discernir las que deben contestarse en primer lugar. Aunque algunas personas comprometidas en la Renovación se expresarían, sin duda, de forma distinta, pensamos que el documento representa, con todo, una línea teológica y pastoral suficientemente admitida. Teólogos de diversos países han revisado el documento y han enviado sus sugerencias (2)a lo que se propone como un ensayo de respuesta a los principales problemas suscitados por la Renovación Carismática y por su integración en la vida de la Iglesia.


A) LA RENOVACIÓN CARISMÁTICA

1. Nacimiento y difusión

En 1967 un grupo de profesores y estudiantes de Estados Unidos experimentaron una asombrosa renovación espiritual acompañada de la manifestación de un cierto número de «carismas» mencionados por san Pablo en su primera Carta a los Corintios (3). Así se inició lo que actualmente se conoce como «la Renovación Carismática Católica», una renovación que se ha extendido por diversas regiones del Mundo, y cuyos efectivos, en algunos países, se doblan cada año. Laicos, religiosos, sacerdotes y obispos se sienten comprometidos. La primera Conferencia Internacional de dirigentes, celebrada en 1973 en el convento de las Misioneras Franciscanas de María de Grottaferrata, en las afueras de Roma, ha reunido a delegados de treinta y cuatro países. Otra señal de la creciente importancia de la Renovación, es el número de revistas teológicas que publican artículos doctrinales al respecto. Equipos locales editan libros y boletines sobre la Renovación, y algunas revistas consagradas al movimiento, como New Covenunt en los Estados Unidos y Alabaré en Puerto Rico, tienen difusión internacional. Observadores de la vida religiosa ven en la expansión de la Renovación Carismática la manifestación de un nuevo dinamismo en la vida de la Iglesia.

Muchos son los que, sin estar implicados en esta forma de renovación, comprueban el cambio operado en la vida de los que se han comprometido en ella. Entre los frutos de la Renovación es preciso señalar, de forma especial, el redescubrimiento de una relación personal con Jesús, Señor y Salvador, y con su Espíritu. El poder del Espíritu opera una conversión profunda, transforma la vida de muchos y se manifiesta en la voluntad de servicio y de testimonio. A pesar de su carácter profundamente personal esta nueva relación con Jesús, lejos de ser un asunto privado e intimista, orienta hacia la comunidad, provoca una comprensión nueva del misterio de la Iglesia y favorece una adhesión leal a su estructura sacramental y a su magisterio.

Como el movimiento bíblico y litúrgico, la Renovación Carismática suscita ese amor por la Iglesia que intenta para ella una renovación en la fuente de su vida: la gloria del Padre, el señorío del Hijo y el poder del Espíritu Santo.


2. Contexto eclesial

Una de las enmiendas más significativas que se hicieron en los esquemas preparatorios de la Constitución sobre 1ª Iglesia en el Concilio Vaticano II, se refería al papel del Espíritu Santo. En la Constitución Lumen Gentium el día de Pentecostés se presenta como decisivo para la Iglesia, la cual tiene, en efecto, «acceso al Padre por medio de Cristo en el único Espíritu» (n- 4).

Es el Espíritu el que asegura a la Iglesia «la unidad en la comunión y en el servicio» (ibidem, 4) y distribuye a los fieles las gracias necesarias para la renovación y el desarrollo de la Iglesia, porque el Espíritu es un don que se da siempre «en vista del bien común» (1 Cor 12, 7). Las gracias más sorprendentes como las más sencillas, se ajustan siempre a las necesidades de la Iglesia. El Papa Pablo VI se ha hecho eco de esta enseñanza en la audiencia general del 29 de noviembre de 1972: «La Iglesia necesita sentir de alguna forma, desde lo más profundo de sí misma, la voz suplicante del Espíritu Santo, que en nuestro interior ora con nosotros y para nosotros con «inefables gemidos» (Rom 8, 26)(4) . Durante la audiencia del 23 de mayo de 1973 volvió a tocar este tema: «Todos nosotros debemos abrirnos al soplo misterioso del Espíritu Santo»(5)

Los que están comprometidos con la Renovación han experimentado los carismas de los que habla la Lumen Gentium y el soplo misterioso del Espíritu. Experimentan que han sido introducidos, como individuos y como comunidad, en una relación de fe personal con Dios, experiencia que engendra en ellos «un sentido más vivo de lo divino» (Gaudium et Spes, 7).

El carácter especial de esta experiencia manifiesta la naturaleza eclesial de los carismas, que se relaciona, de una parte con las estructuras vivientes de la Iglesia y con su ministerio, de otra, con la experiencia individual de Dios .(6)

Ésta es la razón por la que la Renovación ha reaccionado contra una atención excesiva prestada a la interioridad y a la subjetividad individuales. En términos sacramentales se puede decir que el movimiento carismático se funda sobre la renovación de lo que nos constituye en Iglesia, es decir, los «sacramentos de la iniciación cristiana»: bautismo, confirmación y eucaristía.(7) El Espíritu Santo, recibido en la iniciación, es acogido de manera más profunda tanto a nivel personal como comunitario, de forma que una «metanoia» (conversión) continua se opera a lo largo de la vida cristiana.

La experiencia que está en la base de la Renovación comienza por un «ver y oír» (Hech 2, 33; 1 Jn 1, 1-3) y se comunica a un grupo o a una persona, por una fe que rinde testimonio del señorío de Cristo por el poder del Espíritu. Cuando leemos en los Hechos que los que escucharon la predicación de Pedro «sintieron el corazón traspasado», el autor ha querido decir que fueron tocados en todo su ser: cuerpo, espíritu, inteligencia, afectividad, voluntad, por la palabra carismática del apóstol.

Nosotros entendemos por «carisma» un don interior, una aptitud liberada por el Espíritu, revestida de fuerza por Él y puesta al servicio de la edificación del Cuerpo de Cristo. Cada cristiano posee uno o varios carismas que sirven para el ordenamiento y el ministerio de la Iglesia; estos forman parte integrante de la vida eclesial, pero deben estar sostenidos por una realidad más fundamental: el amor de Dios y del prójimo (1 Cor 13). Este amor-caridad da valor a todo ministerio; sin él los carismas estarían «vacíos».

La Renovación Carismática no pretende promover una vuelta simplista, desprovista de todo sentido histórico, a una Iglesia neotestamentaria idealizada. Reconoce, sin embargo, el papel único de las comunidades del Nuevo Testamento y pretende continuar en la tradición que llama a todos los hombres a la conversión y al Reino. Cualesquiera hayan sido las formas anteriores de renovación, la «Renovación Carismática» de la que hablamos quiere situarse en la tradición católica, originada por la palabra de los profetas y de los apóstoles de la Iglesia primitiva, el testimonio de los mártires, la predicación de las órdenes religiosas de la Edad Media, los ejercicios espirituales de san Ignacio, la práctica de las misiones parroquiales, el movimiento litúrgico y otros «movimientos» apostólicos y espirituales. Aunque se distingue de ellos por algunos acentos que le son propios la Renovación Carismática pretende también lanzar a todos los hombres la misma llamada a la conversión y liberar al «creyente incrédulo», cautivo sin que lo sepa de un ateísmo del alma y del corazón.



B) FUNDAMENTO TEOLÓGICO

1. La vida intratrinitaria y la experiencia cristiana

El fundamento teológico de la Renovación es esencialmente trinitario. Nadie ha visto jamás al Padre (cf. Jn 1, 18), ni podrá verlo en esta vida, porque «habita en una luz inaccesible» (1 Tim 6, 16; 1 Jn 4, 12, 20). Sólo el Hijo ha visto y ha escuchado al Padre (Jn 6, 46). Él es el «Testigo» del Padre. Jesús nos dio testimonio del Padre, y el que ha visto, oído y tocado a Jesús tiene acceso al Padre (1 Jn 1, 1-3). Después de la Ascensión de Jesús al Padre ya no podemos verlo ni escucharlo personalmente. Pero nos ha enviado su Espíritu que nos recuerda todo lo que hizo y dijo y lo que sus discípulos han visto y oído (Jn 14, 26; 16, 13). No tenemos, pues, acceso al Padre por Cristo sino en el mismo Espíritu (Ef 2, 18).

El Padre se ha revelado como la «Persona-Fuente», Principio sin principio, cuando descubrió su nombre a Moisés: «Yo soy el que soy». En el Nuevo Testamento Jesús se revela como la imagen de la «Persona-Fuente» (Col 1, 15) al tomar y aplicarse a sí mismo esta palabra de revelación (Jn 8, 24-28). El Padre y Él son uno; el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre (Jn 17, 21; cf. 10, 30). Jesús es la manifestación de «aquél que es» (2 Cor 4, 4; Hech 1, 3).

Cuando Jesús emplea la forma «nosotros» en un sentido exclusivo (Jn 10, 30; 14, 23; 17, 21), ese «nosotros» se refiere al Padre y a Él mismo. El Espíritu procede de ese «nosotros» y es, de manera inefable, una Persona en dos personas. El Espíritu es el acto perfecto de comunión entre el Padre y el Hijo, y es igualmente por el Espíritu como esta comunión puede comunicarse ad extra. La Iglesia se define, en efecto, por su relación a esta comunión de Personas. La identificación de Jesús y de los cristianos (Hech 9, 4 s.) no es posible sino en virtud de la identidad del mismo Espíritu Santo en el Padre, en el Hijo y en los cristianos (Rom 8, 9). Cristo «nos ha dado su Espíritu que, siendo único y el mismo en la Cabeza y en los miembros da a todo el Cuerpo la vida, la unidad y el movimiento» (Lumen Gentíum, 7). Siendo el mismo Espíritu el que permanece a la vez en Cristo y en la Iglesia, la comunidad cristiana puede ser llamada «Cristo» (1 Cor 1, 13; 12, 12). Los carismas son las manifestaciones de esta inhabitación del Espíritu (1 Cor 12, 7), signos del Espíritu que habita en nosotros (1 Cor 14, 22), y se manifiesta así de forma visible y tangible; «Jesús ha derramado el Espíritu Santo...» (Hech 2, 33). Al final de los tiempos, cuando el Espíritu Santo haya reunido todo en esa comunión, Cristo «entregará el reino a Dios Padre» (1 Cor 15, 24), y la Iglesia es el inicio de este reino (Lumen Gentium, 5).


2. Cristo y el Espíritu Santo

Es lícito decir que Jesús, en su humanidad, ha recibido el Espíritu y lo ha enviado.
Jesús ha recibido el Espíritu en plenitud, y esta efusión del Espíritu es la inauguración de los tiempos mesiánicos, de la segunda creación. Concebido por el poder del Espíritu Santo, Jesús viene al mundo como Hijo de Dios y como Mesías. Y es precisamente la efusión del Espíritu en el momento de su bautismo en las aguas del Jordán, lo que le permite asumir públicamente ese papel mesiánico: «Cuando Jesús salía del agua, los cielos se abrieron y el Espíritu, en forma de paloma, descendió sobre Él» (Mc 1, 10). Este acontecimiento es decisivo en la historia de la salvación. No se trata, únicamente, de la investidura pública de Jesús como Mesías, sino de una gracia personal que le confiere poder y autoridad con vistas a su obra mesiánica (Hech 10, 38). El Espíritu del Señor se derrama sobre Él porque ha sido ungido para predicar la buena nueva a los pobres (Lc 4, 18). Comentando la palabra dirigida a Juan el Bautista: «Aquél sobre quien veas descender el Espíritu, ése es el que bautiza en el Espíritu Santo» (Jn 1, 33), la Biblia de Jerusalén nota que «esta expresión define la obra esencial del Mesías». Jesús recibe el Espíritu, o mejor el Espíritu «reposa sobre Él» (Is 11, 2; 42, 1; Jn 1, 33) de manera que Él pueda bautizar a otros en el Espíritu»(8) .

Habiéndose ofrecido Él mismo a Dios, como víctima sin mancha, por el Espíritu eterno (cf. Heb 9, 14), Jesús, el Señor glorificado y resucitado, envía el Espíritu. Manando de ese cuerpo crucificado y resucitado como de una fuente inagotable, el Espíritu se derrama sobre toda carne (Jn 7, 37-39; 19, 34; Rom 5, 5; Hech 2, 17).

Entre Jesús y el Espíritu hay reciprocidad de relación. Jesús es aquél a quien el Espíritu se ha dado «sin medida» (Jn 3, 34; Lc 4, 1), porque el Padre lo ha «ungido de Espíritu y de poder» (Hech 10, 38). Es conducido por el Espíritu y por el Espíritu el Padre lo resucita de entre los muertos (Ef 1, 18-20; Rom 8, 11; 1 Cor 6, 14; 2 Cor 13, 14). Por su parte Jesús envía el Espíritu que ha recibido, y es por el poder del Espíritu como se llega a ser cristiano: «Si alguien no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece» (Rom 8, 9). La marca esencial de la iniciación cristiana es la recepción del Espíritu (Hech 19, 1-7). Por otra parte es el Espíritu el que suscita la confesión de que «Jesús es el Señor» (1 Cor 12, 3). Esta relación recíproca de Jesús y del Espíritu se orienta a la gloria del Padre: «Es gracias a Jesús como unos y otros, en un solo Espíritu, tenemos acceso al Padre» (Ef 2, 18).

No se trata de confundir las funciones específicas de Cristo y del Espíritu en la economía de la salvación. Los cristianos se incorporan a Cristo y no al Espíritu. Inversamente es por la recepción del Espíritu como se llega a ser «cristiano», miembro del Cuerpo de Cristo. El Espíritu es quien opera esta comunión que constituye la unidad del pueblo de Dios. Reúne en la unidad porque hace de la Iglesia el Cuerpo de Cristo (cf. 1 Cor 12, 3). El Espíritu realiza esta unidad entre Cristo y la Iglesia manteniendo su distinción. Por el Espíritu Cristo está presente en su Iglesia, y pertenece al Espíritu la función de conducir a los hombres a la fe en Jesucristo. El Espíritu es una persona, como el Hijo y el Padre, pero por ello no es menos el Espíritu de Cristo (Rom 8, 9; Gál 4, 6).

Es preciso no considerar esas funciones específicas de Cristo y del Espíritu como una vana especulación teológica. El que Cristo y el Espíritu, cada uno a su manera, constituyan la Iglesia, debe afectar profundamente a la misión de la Iglesia, a su liturgia, a la oración privada del cristiano, a la evangelización, y al servicio de la Iglesia frente al mundo.


3. La Iglesia y el Espíritu Santo

Puesto que la Iglesia es el sacramento de Cristo (Lumen Gentium, 1), es Jesús quien, en su relación con el Padre y con el Espíritu, determina la estructura íntima de la Iglesia. Así como Jesús fue constituido Hijo de Dios por el Espíritu Santo, por el Poder del Altísimo que cubrió a María con su sombra (Lc 1, 35), y fue investido de su misión mesiánica por el Espíritu que descendió sobre Él en el Jordán, así, de una manera análoga, la Iglesia desde su origen fue constituida por el Espíritu Santo y manifestada al mundo en Pentecostés.

Hay una tendencia en Occidente que da razón de la estructura de la Iglesia en categorías «cristológicas», y hace intervenir al Espíritu Santo para que anime y vivifique esa estructura ya previamente constituida.

Si es verdad que la Iglesia es el sacramento de Cristo, esa concepción no puede ser sino equivocada. Jesús, en efecto, no ha sido primeramente constituido Hijo de Dios y después vivificado por el Espíritu para cumplir su misión; como tampoco ha sido investido de su mesianismo y después habilitado por el Espíritu en razón de su ministerio. De manera análoga, tanto Cristo como el Espíritu Santo, los dos, constituyen la Iglesia; ésta es fruto de una doble misión: la de Cristo y la del Espíritu, y esta afirmación no contradice el hecho de que la Iglesia inaugurada en el ministerio de Jesús recibe una modalidad y una potencia nueva en Pentecostés.

Ya que la Iglesia es el sacramento de Cristo, es también participante de la unción de Cristo. La Iglesia no continúa solamente la Encarnación, sino también la unción de Cristo en su concepción y en su bautismo que se extiende a su cuerpo místico(9) . Si la acción de la Iglesia es eficaz, si su predicación y su vida sacramental logran sus frutos, es en virtud de esta participación en la unción de Cristo. La comunión eclesial es igualmente una consecuencia de ello. Por otra parte, ese mismo Espíritu que asegura la unidad entre Cristo y la Iglesia, garantiza también la distinción: «en el Espíritu», Cristo no se sumerge en su Cuerpo que es la Iglesia, sino que permanece como Cabeza de la misma.


4. La estructura carismática de la Iglesia

Como sacramento de Cristo la Iglesia nos hace partícipes de la unción de Cristo por el Espíritu. El Espíritu Santo permanece en la Iglesia como un perpetuo Pentecostés, y hace de ella el Cuerpo de Cristo, el pueblo de Dios, llenándola de su poder, renovándola sin cesar, moviéndola a proclamar el Señorío de Jesús para la gloria del Padre. Esta inhabitación del Espíritu en la Iglesia y en los corazones de los cristianos como en un templo, es un don para toda la Iglesia: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1 Cor 3, 16; cf. 6, 19). El don primordial hecho a la Iglesia no es otro que el Espíritu Santo mismo, con Él vienen los dones gratuitos del Espíritu, es decir, los carismas.

El Espíritu Santo, dado a toda la Iglesia, se hace visible y tangible a través de los diversos ministerios, sin que se confunda con ellos. Como manifestaciones visibles del Espíritu, los carismas se ordenan al servicio de la Iglesia y del mundo antes que a la perfección de los individuos que los reciben. En cuanto tales pertenecen a la misma naturaleza de la Iglesia. Está, pues, fuera de cuestión el que un grupo o movimiento particular en el interior de la Iglesia reivindique una especie de monopolio del Espíritu o de sus carismas.

Si el Espíritu y sus carismas son inherentes a la Iglesia en su conjunto, son también constitutivos de la vida cristiana y de sus diversas expresiones, tanto comunitarias como individuales. En la comunidad cristiana no debe haber miembros pasivos, desprovistos de función, de ministerio. «Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; diversos modos de acción, pero es el mismo Dios el que produce todo en todos. Cada uno recibe el don de manifestar el Espíritu para el bien de todos» (1 Cor 12, 4-7).

En este sentido todo cristiano es un carismático, y se encuentra, por tanto, investido de un ministerio para servicio de la Iglesia y del mundo.

Los carismas tienen, con todo, importancia desigual. Los que están más directamente ordenados a la edificación de la comunidad tienen una dignidad mayor. «Ahora bien, vosotros sois el Cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte. Y así los puso Dios en la Iglesia, primeramente como apóstoles; en segundo lugar como profetas; en tercer lugar como maestros; luego, el poder de los milagros; luego, el don de las curaciones, de asistencia, de gobierno, diversidad de lenguas» (1 Cor 12, 27-28). La igualdad de carismas y ministerios no es propia de la vida de la Iglesia.

No hay, pues, que oponer una Iglesia institucional a una Iglesia carismática. Como decía san Ireneo : «Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu, y donde está el Espíritu, allí está la Iglesia»(10) . Un mismo Espíritu, que se manifiesta en diversidad de funciones, asegura la cohesión entre el laicado y la jerarquía. El Espíritu y sus dones son, en efecto, constitutivos de la Iglesia en su conjunto y en cada uno de sus miembros.


5. El acceso a la vida cristiana

Al hacerse cristianos, todos los creyentes participan de las mismas verdades, de los mismos misterios. Son a la vez miembros del Cuerpo de Cristo, y del pueblo de Dios, partícipes del Espíritu e hijos del Padre. San Pablo define al cristiano por su referencia a Cristo y al Espíritu: «Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece» (Rom 8, 9). En los evangelios lo que diferencia más netamente el papel mesiánico de Jesús en relación con el ministerio de Juan Bautista, es el hecho de que Jesús debe «bautizar en el Espíritu Santo». Según los demás escritos apostólicos, se llega a ser miembro del cuerpo de Cristo cuando se recibe el Espíritu por el bautismo: «Hemos sido todos bautizados en un mismo Espíritu, para ser un solo cuerpo, judíos o griegos, esclavos o libres» (1 Cor 12, 13).

El Nuevo Testamento describe de formas diversas el acceso a la vida cristiana. Siempre se opera bajo el signo de la fe; la unción de la fe precede y acompaña la conversión (cf. 1 Jn 2, 20, 27), que consiste en «convertirse a Dios abandonando los ídolos, para servir a Dios vivo y verdadero, y esperar así a su Hijo Jesús que ha de venir de los cielos, a quien resucitó de entre los muertos...» (1 Tes 1, 9-10). En el caso de un adulto, la conversión conduce al bautismo, a la remisión de los pecados y al don de la plenitud del Espíritu. Este proceso de la fe está admirablemente resumido en la conclusión del discurso de Pedro el día de Pentecostés: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hech 2, 38).


6. Los dones del Espíritu y la iniciación cristiana

La venida decisiva del Espíritu en virtud de la cual uno llega a ser cristiano, está unida a la celebración de la Iniciación Cristiana (bautismo, confirmación y eucaristía)(11) . La Iniciación Cristiana es el signo eficaz del don del Espíritu. Al recibir en ella el Espíritu Santo el catecúmeno se convierte en miembro del cuerpo de Cristo y se incorpora al pueblo de Dios y a la plegaria litúrgica.

Las comunidades cristianas primitivas no sólo celebraban la iniciación en este espíritu(12) , sino que esperaban una transformación en la vida de los fieles. El Espíritu Santo para ellos estaba asociado a manifestaciones de poder transformante. No concebían que fuera posible incorporarse a Cristo y recibir el Espíritu, sin que toda la vida cambiara. Igualmente las primeras comunidades cristianas consideraban normal que el poder del Espíritu se manifestara con toda la amplitud y la diversidad de sus carismas: asistencia, administración, profecía, glosolalia, etc.; pues hay que tener en cuenta que las enumeraciones del Nuevo Testamento no son exhaustivas (cf. 1 Cor 12, 28; Rom 12, 6-8)(13. Esta manifestación del Espíritu en los carismas se ponía antes en relación con la vida de la comunidad, que con la vida personal del cristiano.

Hay que reconocer que la Iglesia en la actualidad no es suficientemente consciente de que algunos carismas constituyen posibilidades concretas para la comunidad cristiana, incluso si, en principio, son reconocidos como inherentes a la estructura y a la misión de la Iglesia.

Una forma de descubrir lo específico de la Renovación Carismática sería comparar la vida de una comunidad cristiana de los primeros tiempos y la vida de una comunidad cristiana contemporánea. Los cristianos de la Iglesia primitiva no se considerarían privilegiados, en materia de carismas, en relación con sus hermanos de épocas posteriores. Substancialmente la iniciación tal y como hoy se celebra no difiere de la de los orígenes de la Iglesia. Tanto en una como en otra, el don del Espíritu se pide y se recibe por la Iglesia y se manifiesta en ciertos signos o carismas. Tan impensable es para nosotros, como lo fue para san Pablo, que se pueda recibir el Espíritu sin recibir, al mismo tiempo, algunos de sus dones.

Sin embargo no se puede olvidar que existe un clima espiritual distinto en nuestras comunidades, que las distingue de las primitivas. Esta diferencia se encuentra en la calidad de apertura y disponibilidad a los dones del Espíritu.

Supongamos, por ejemplo, que la gama plena de las manifestaciones del Espíritu en los diversos carismas vaya de la A a la Z (aun cuando esto sea una comparación inadecuada, en la medida en que parece comprometer la libertad del Espíritu Santo que puede manifestarse en toda suerte de carismas). Supongamos también que una sección de esa gama, delimitada por las letras A y P, comprenda los carismas que nosotros juzgamos hoy más «normales», tales como los dones que nos mueven a la generosidad o a la misericordia (cf. Rom 12, 8), y la otra sección, de la P a la Z, comprendiera, por hipótesis, los dones de profecía, de curación, de hablar en lenguas, de interpretación, etc. Es evidente, de acuerdo con los testimonios que poseemos, que los primeros cristianos eran consciente de que el Espíritu podía manifestarse de acuerdo con toda la gama de los diversos carismas, y particularmente los que nosotros hemos situado en la sección P-Z, correspondían para ellos a posibilidades reales, incluso a hechos experimentados.

En esto las comunidades primitivas manifiestan una diferencia en relación con nuestras parroquias y comunidades contemporáneas. Éstas no parecen ser conscientes de que ciertos carismas constituyen para la Iglesia posibilidades concretas y, por tanto, no están abiertas a estas maravillas del Espíritu. Esta falta de disponibilidad o, si se quiere, de confianza, puede afectar profundamente a la vida y a la experiencia de una comunidad cristiana, y se refleja en su forma de orar, en particular en su forma de celebrar la eucaristía, en su proclamación del Evangelio y en su compromiso al servicio del mundo. Si una comunidad impone ciertos limites a las manifestaciones del Espíritu, su vida se encontrará necesariamente empobrecida de una u otra forma.

Que la falta de apertura y disponibilidad pueda afectar a la vitalidad de una iglesia local, no debe sorprender a un católico. Esta comprobación corresponde a la doctrina relativa a las condiciones subjetivas -ex opere operantis- de la vida sacramental. La eficacia de los sacramentos se ve afectada de alguna manera por las disposiciones del que los recibe. Si, por ejemplo, un cristiano recibe la eucaristía con unas disposiciones mínimas de apertura y generosidad, no recibirá como debiera el alimento espiritual, aunque Cristo se le ofrezca en la plenitud de su presencia y de su amor. Lo mismo sucede a nivel de toda la comunidad cristiana con respecto a los sacramentos de la iniciación.

Hay, con todo, que hacer una, advertencia. Si es cierto que las disposiciones subjetivas influyen normalmente en el efecto que producen en nosotros los dones de Dios, es preciso también añadir que el Espíritu de Dios no está jamás atado por las disposiciones subjetivas de las comunidades o de los individuos. El Espíritu es soberanamente libre, sopla cuando y como quiere. Puede dar, pues, a comunidades e individuos dones para los que no están preparados. La Iglesia debe a su iniciativa todo lo que hay en ella de vital. De todas formas sigue siendo verdad que, de ordinario, la libre comunicación del Espíritu Santo se ve afectada, de alguna manera, por las disposiciones subjetivas de los que lo acogen(14) .


7. Fe y experiencia

La Renovación Carismática interpreta de manera positiva el papel de la experiencia en el testimonio del Nuevo Testamento y en la vida cristiana(15) . En las comunidades de la época neotestamentaria la acción del Espíritu Santo fue un hecho de experiencia antes de ser objeto de doctrina. De acuerdo con los textos podemos decir que esta experiencia se reflejaba, generalmente, en la conciencia personal y comunitaria. El Espíritu se percibía y experimentaba de manera más o menos inmediata: «El que os otorga, pues, el Espíritu y obra milagros entre vosotros ¿lo hace porque observáis la ley o porque tenéis fe en la predicación?» Gál 3, 5). «Doy gracias a Dios sin cesar por vosotros, a causa de la gracia de Dios que os ha sido otorgada en Cristo Jesús, pues en él habéis sido enriquecidos en todo, en toda palabra y en todo conocimiento, ...así ya no os falta ningún don...» (1 Cor 1, 4-8).

El Espíritu se experimentaba, igualmente, por la transformación moral que producía: «Debemos dar gracias en todo tiempo a Dios por vosotros, hermanos amados del Señor, porque Dios os ha escogido desde el principio para la salvación mediante la acción salvadora del Espíritu y la fe en la verdad» (2 Tes 2, 13).

«Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo, y en el Espíritu de nuestro Dios» (1 Cor 6, 11). El Espíritu se experimenta en la luz interior de la que es la fuente(16) : «Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado» (1 Cor 2, 12). La alegría y el fervor de la caridad se percibían, igualmente, como signos de la presencia del Espíritu: «Éste es el fruto del Espíritu: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza» (Gál 5, 22). «La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5, 5).

Finalmente el Espíritu se experimentaba en manifestaciones de poder: «...nuestro evangelio os fue predicado no sólo con palabras, sino también con poder y con el Espíritu Santo, con plena persuasión» (1 Tes 1, 5). «Y mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del poder del Espíritu ...» (1 Cor 2, 4). Nos hemos limitado a los escritos paulinos porque es imposible recoger aquí todos los datos del Nuevo Testamento sobre la importancia de la experiencia religiosa en la vida cristiana.

La experiencia del Espíritu Santo era, a los ojos de los redactores del Nuevo Testamento, una marca distintiva de la condición cristiana. Cuando intentaban definirse en oposición a los no cristianos, los fieles primitivos se volvían a ella. Ellos mismos se comprendían menos como representantes de una nueva doctrina que como testigos de una nueva realidad: la presencia actuante del Espíritu Santo(17) . El Espíritu era para ellos objeto de experiencia, tanto personal como comunitaria, algo que no podían negar sin dejar, al mismo tiempo, de ser cristianos. Es preciso, por tanto, admitir que la categoría de experiencia inmediata de Dios en su Espíritu, es inherente al testimonio del Nuevo Testamento.

Intentemos determinar, de la manera más precisa posible, lo que significa esta experiencia en el contexto en que nos movemos. No se trata, sin embargo de explorar todo el campo de la experiencia religiosa en cuanto tal(18). Precisemos solamente que no se trata de una experiencia provocada por el hombre. La experiencia religiosa, en el sentido en que nosotros la entendemos aquí, es un conocimiento concreto e inmediato de Dios que se acerca al hombre(19) . Es, por ello, el resultado de un acto de Dios, comprendido por el hombre en su interioridad personal, en oposición al conocimiento abstracto que puede tenerse de Dios y de sus atributos.

No es necesario por ello oponer inteligencia y experiencia, porque esta última puede incluir un proceso reflexivo; ni experiencia y fe, pues ésta incluye siempre alguna referencia a lo experimentado.

Apliquemos lo anterior a lo que se llama, en el seno de la Renovación, «efusión del Espíritu» o, en ciertos grupos, «bautismo en el Espíritu». Según el testimonio de los que han vivido esta experiencia, cuando el Espíritu, recibido en la iniciación bautismal, se manifiesta a la conciencia del creyente, éste experimenta a menudo un sentimiento de presencia concreta. Este sentimiento de presencia corresponde a la percepción viva y personal de Jesús como Señor. En la mayor parte de los casos, este sentimiento de presencia está acompañado de la experiencia de un poder espontáneamente identificado como la fuerza del Espíritu Santo. Apropiación justificada si uno se remonta a la Escritura: «Recibiréis la fuerza (dynamis) del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros» (Hech 1, 8). «...A Jesús de Nazaret le ungió Dios con el Espíritu Santo y con poder» (Hech 10, 38). «El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rom 15, 13; cf. 1 Cor 2, 4; 1 Tes 1, 5).

Esta fuerza se siente en relación directa con la misión y se manifiesta como una fe animosa, vivificada por una caridad que capacita para emprender y realizar grandes cosas por el Reino de Dios.

Otro reflejo característico de esta percepción, de poder y presencia, es la intensificación de la vida de oración, con un atractivo especial por la oración de alabanza, lo cual es para muchos un acontecimiento nuevo en su vida espiritual.

Esta experiencia de renovación se siente a veces como una especie de resurrección y se expresa gustosamente en términos de alegría y entusiasmo. Esto no debe hacer olvidar que, según san Pablo, la experiencia del Espíritu puede también situarse del lado de la debilidad y de la humillación (cf. 1 Cor 1, 24-30), en la sobriedad y la fidelidad de los ministerios «normales» (cf. 1 Cor 12, 28). Lleva también a la experiencia de la cruz (cf. 2 Cor 4, 10) y debe realizarse en una conversión (metanoia) continua y en la aceptación del sufrimiento redentor.

En resumen, esta experiencia es la de la inmediación personal del amor divino y de la fuerza del testimonio misionero.

Los que no conocen la Renovación sino externamente, confunden a menudo la expresión de una experiencia profundamente personal con una especie de sentimentalismo superficial. Conviene también insistir en que la experiencia de la fe concierne a todo el hombre: a su inteligencia, a su voluntad, a su corporeidad, a su afectividad. Ha existido la tendencia, en algunos medios, a situar el encuentro con Dios solamente al nivel de una fe entendida en un sentido más o menos intelectualista. En realidad este encuentro incluye también la parte emocional del hombre, porque se dirige a cristianizar a la persona entera, y se extiende hasta la afectividad más sensible.

Tal y como lo entendemos aquí, el término de experiencia religiosa puede verificarse en dos hipótesis: la de una experiencia decisiva, que sucede en un momento determinado y es susceptible de datarse con precisión; o la de una experiencia creciente, donde la presencia del Espíritu recibido en el bautismo, se manifiesta progresivamente a la conciencia del creyente.

El primer tipo de experiencia puede ser menos familiar a los católicos, aunque no sea ajeno a su tradición (piénsese, por ejemplo, en el «primer tiempo» de elección mencionado por san Ignacio en los Ejercicios Espirituales). También es cierto que este tipo de experiencia se presta a las ilusiones, aunque pueda ser vía auténtica de encuentro con Dios.

El segundo tipo de experiencia el de un crecimiento progresivo hacia la unión con Dios corresponde mejor al temperamento espiritual de numerosos católicos. Es preciso subrayar que constituye igualmente una experiencia perfectamente válida de maduración espiritual, no sin que deba ser también juzgada, como la anterior, por las reglas de un sano discernimiento.

Muchos desconfían de la experiencia religiosa, y esta desconfianza influye sobre el juicio que se forman en relación con la Renovación Carismática. Su reacción puede basarse, hay que reconocerlo, en una tradición espiritual que incluye muchas advertencias contra los riesgos de ilusión en materia de gracias extraordinarias(20).

Es preciso, sin embargo, notar que la Renovación Carismática no se sitúa exactamente en el mismo registro de experiencia espiritual que las gracias místicas, en el sentido tradicional del término. Los carismas son ministerios orientados hacia la Iglesia y hacia el mundo, antes que hacia la perfección de los individuos. Estos ministerios comprenden los mencionados por el apóstol: profecía, enseñanza, predicación, evangelización, etc. etc.

El carisma de la glosolalia(21) es el menor de los dones porque es el que menos contribuye a la edificación de la comunidad: «El que habla en lenguas, se edifica a sí mismo», declara san Pablo (1 Cor 14, 4). Su eficacia es más de orden personal que comunitario. Éste no es el caso de los demás carismas mencionados por san Pablo: «A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común. Porque a uno se le da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu; a otro, fe, en el mismo Espíritu; a otro, carisma de curaciones, en el mismo Espíritu; a otro, poder de milagros; a otro, profecía; a otro, discernimiento de espíritus; a otro, diversidad de lenguas; a otro, don de interpretarlas. Pero todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, distribuyéndolas a cada uno en particular según su voluntad» (1 Cor 12, 7-11). «Él mismo dio a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para el recto ordenamiento de los santos en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo» (Ef 4, 11-12; cf. Rom 12, 6-8).

Se puede comprobar: no se trata de gracias de oración ni de dones específicamente ordenados a la perfección personal, sino de ministerios. Esto no significa que los carismas estén desprovistos de elementos místicos. Incluyen una dimensión experimental y, normalmente, una llamada a vivir una vida cristiana más auténtica. Al abrir el alma y el corazón a una percepción más inmediata de la presencia de Jesús y del poder del Espíritu, se convierten en fuente de renovación de la vida de oración.

Los carismas son, pues, esencialmente gracias ministeriales. En la medida en que son objeto de experiencia y están unidos con gracias místicas, están sujetos a las reglas tradicionales de discernimiento de los espíritus. Dado que constituyen ministerios, están sujetos a las normas doctrinales y comunitarias que regulan el ejercicio de todo ministerio en la Iglesia, es decir: la confesión de Jesús como Señor, la distinción y la jerarquía de los ministerios, su importancia relativa en cuanto a la edificación de la comunidad, su interdependencia, su sujeción a la autoridad legítima y al buen orden de la comunidad en su conjunto (cf. 1 Cor 12, 14).

Algunos tienen una cierta prevención respecto a los carismas, a los que consideran menos «normales» a causa de las ilusiones a las cuales pueden dar lugar. Es cierto que siempre es bueno tener una cierta circunspección en materia de experiencia religiosa. Pero un escepticismo sistemático en este dominio corre el riesgo de empobrecer a la Iglesia en este aspecto experiencial de su vida en el Espíritu, e incluso de desacreditar toda vida mística. No se puede admitir, pues, que con el pretexto de la prudencia, se excluya lo que forma parte integrante del testimonio de la Iglesia.

Debido a la particular atención que concede la Renovación a la experiencia carismática, algunos pueden tener la impresión de que se tiende a reducir a experiencia toda la vida cristiana. Es evidente, sin embargo, que, en conjunto, los católicos comprometidos en la renovación, reconocen la dimensión doctrinal y la exigencia obediencial de la fe. Son conscientes de que puede ser debilitada tanto por la tiranía de la experiencia subjetiva, como por la de un dogmatismo abstracto o por un formalismo ritual. El progreso espiritual no se identifica para ellos con una sucesión de experiencias gozosas, sino que hay lugar, en el seno de la Renovación, para un caminar lleno de obscuridades y tanteos, tanto como para rutas de alegría e iluminación. La experiencia carismática conduce, por lo general, a una revalorización de los demás elementos fundamentales de la tradición cristiana: la oración litúrgica, la Sagrada Escritura, el Magisterio doctrinal y pastoral.



C) ALGUNOS PUNTOS DE INTERÉS PARTICULAR

Lo que hemos dicho hasta ahora sobre los fundamentos teológicos de la Renovación, significa evidentemente que no aporta nada substancialmente nuevo a la Iglesia. Su importancia consiste en un aumento de conciencia y de disponibilidad para con los dones de Dios a su Iglesia, y es en este sentido como afecta actualmente a la vida cristiana contemporánea. Una serie de carismas que no se consideraban ya como eclesialmente estructurales -don de profecía, de curaciones, de lenguas, de interpretación- son ahora aceptados por un número creciente de cristianos como manifestaciones normales (aunque no exclusivas) del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia local.


1. El contexto teológico-cultural

Es preciso reconocer, sin embargo, que ese resurgir de la conciencia eclesial en el seno del catolicismo, debe mucho a diversos movimientos de renovación espiritual originados en otras tradiciones. El necesario discernimiento debe tener en cuenta, no sólo consideraciones de orden estrictamente teológico, sino también la dimensión cultural del fenómeno. La forma en que los carismas se manifiestan en los movimientos de renovación no católicos, el contexto socio-cultural de la experiencia religiosa que representan y el lenguaje en que se expresan, difieren generalmente del estilo cultural que caracteriza el catolicismo. Esto no quiere decir que ese lenguaje verbal y cultural esté desprovisto de autenticidad o de enseñanza teológica.

En la perspectiva del presente documento, designaremos a esos estilos o formas de experiencia cristiana, bajo el término de «cultura teológico-eclesial».

Se trata, en concreto, de un conjunto-orgánico que incluye el sentimiento religioso, las confesiones de fe, la liturgia, la vida sacramental, la piedad popular, las formas de ministerios y de estructuras eclesiales, etc. Sin ser algo estático, puesto que emerge de la experiencia viva de una comunidad en constante evolución, de acuerdo con los lugares y los tiempos, una cultura teológico-eclesial incluye caracteres específicos que la diferencian de las demás, por encima de ciertas afinidades más o menos acusadas.

Estas culturas teológico-eclesiales no son algo absoluto. No reflejan, sino imperfectamente, la plenitud del Evangelio, y deben permanecer bajo su criterio, como indicaba el Concilio Vaticano II hablando de la autoridad doctrinal: «El Magisterio no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio» (Dei Verbum, 10).

Estas diversas culturas son susceptibles de enriquecerse mutuamente. Así la cultura teológico-eclesial del pentecostalismo clásico, o del neopentecostalismo protestante, puede llamar la atención sobre ciertos aspectos de la vida eclesial que no se manifiestan suficientemente en el universo cultural del catolicismo, al menos en la vida cotidiana de las iglesias locales, a pesar de estar presentes en el testimonio de la Escritura, de la Iglesia apostólica e incluso en algunos representantes de la tradición católica. Sin embargo, aunque esos aspectos pertenezcan a la tradición católica, el estilo cultural que caracteriza la expresión de esos elementos es tal, que exigen un proceso de reintegración y asimilación a esa tradición. En otras palabras, la cultura teológico-eclesial del catolicismo debe permanecer abierta a las aportaciones de otras tradiciones, así como éstas están llamadas a enriquecerse en contacto con la nuestra.


2. Problemas de vocabulario

a) Terminología común en grupos católicos y protestantes

El empleo de términos o formulaciones idénticas en contextos teológico-eclesiales diferentes, puede producir confusión. Así en el seno del pentecostalismo clásico («Asambleas de Dios») y del neopentecostalismo protestante contemporáneo, términos tales como «conversión», «bautismo en el Espíritu», «recibir el Espíritu», «estar lleno del Espíritu», revisten significaciones específicas(22). En el contexto católico su sentido puede ser bastante diferente.

Por ejemplo, los pentecostalistas clásicos y algunos neopentecostalistas protestantes, tienen una doctrina binaria de santificación: experiencia de la conversión y experiencia del bautismo en el Espíritu Santo. Sin entrar ahora en una discusión crítica de esta doctrina, hay que reconocer que la doctrina católica de la santificación se formula en términos diferentes. Según la teología católica el don del Espíritu en su plenitud se sitúa en el inicio de la vida cristiana, no en un momento posterior(23) . Evidentemente existen momentos en los que algunos cristianos asumen nuevos ministerios en la comunidad, lo que implica un nuevo tipo de relación con el Espíritu Santo, pero eso no significa, como se afirma algunas veces, que ese momento coincida precisamente con la efusión decisiva del Espíritu en la vida cristiana. La aceptación de un cierto vocabulario de origen no católico supone, pues, para la Renovación, un riesgo en materia doctrinal. Se impone en este caso un discernimiento crítico.


b) «Bautismo en el Espíritu» para los católicos

Entre los católicos comprometidos en la Renovación, la fórmula «Bautismo en el Espíritu» puede adquirir dos significaciones.

La primera es propiamente teológica. En este sentido todo miembro de la Iglesia ha sido bautizado en el Espíritu Santo desde el momento en que ha recibido los sacramentos de la Iniciación Cristiana. La segunda es de orden doctrinal. Se refiere al momento en el que la presencia del Espíritu llega a ser experimentada en la conciencia personal. Este segundo uso del término tiene sus partidarios, aunque hay que admitir que puede crear algunas confusiones. No es fácil, ciertamente, substituirlo con una expresión plenamente satisfactoria.

Además para muchos críticos venidos de fuera del movimiento, la fórmula «bautismo en el Espíritu», parece referirse a una especie de segundo bautismo que vendría a añadirse al bautismo sacramental. Esta impresión, debemos subrayarlo, no corresponde con la convicción de los católicos comprometidos en la Renovación que, como un buen número de sus colegas protestantes, reconocen con san Pablo que no hay sino «un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo» (Ef 4, 5).

De todas formas es exacto que, para los pentecostales clásicos y para algunos carismáticos protestantes, el «bautismo en el Espíritu», designa una nueva efusión del Espíritu, teológicamente más significativa que el bautismo de agua y a menudo separada de todo contexto sacramental. Este no es, en lo que sabemos, el caso de los carismáticos católicos, sobre todo norteamericanos, que emplean esta expresión para designar el resurgir, en la experiencia espiritual consciente, del Espíritu recibido en virtud de la Iniciación Cristiana. Esto se deduce claramente de los escritos publicados, desde los primeros años de la Renovación, por los principales dirigentes de América del Norte, pues en ellos emplean regularmente la expresión «bautismo en el Espíritu», al igual que otras expresiones sinónimas, tales como «renovación en el Espíritu», en relación con el orden sacramental(24) .


c) El «bautismo en el Espíritu» según la Escritura

En los Estados Unidos y en el Canadá, donde la Renovación comenzó a manifestarse, la expresión «bautismo en el Espíritu» está muy extendida. Es conveniente señalar que la Escritura no habla de «bautismo», sino de «ser bautizado» en el Espíritu Santo. Por otra parte, cuando, de acuerdo con el cuarto evangelio, Juan el Bautista designa a Jesús como el que «bautizará en el Espíritu Santo» (Jn 1, 13), parece que esta expresión no se refiere a un acto particular, sino al ministerio mesiánico de Jesús en su conjunto.

En los Hechos de los Apóstoles, Lucas atribuye a Jesús, cuando se apareció a sus discípulos después de la resurrección, la siguiente promesa: «Juan ha bautizado con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días» (Hech 1, 5; cf. 11, 16). Esta promesa se relaciona evidentemente, dentro del contexto de los Hechos, con la experiencia de Pentecostés. Igualmente, tanto la efusión del Espíritu sobre Cornelio y los suyos, como el bautismo que recibe después, están narrados en términos que conectan igualmente con Pentecostés (Hech 10, 47). Lo mismo sucede con el relato que hace Pedro del mismo acontecimiento a la comunidad de Jerusalén: «Había empezado yo a hablar cuando cayó sobre ellos el Espíritu Santo, como al principio había caído sobre nosotros» (Hech 11, 15).

En muchos lugares de este libro Lucas asocia claramente la efusión del Espíritu con el bautismo de agua. Así, en el primer discurso de Pedro: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hech 2, 38; cf. 9, 17-18; 19, 5-6). Este don del Espíritu está igualmente acompañado de manifestaciones de orden carismático, como la glosolalia y la profecía (Hech 2, 4; 10, 46; 19, 6).

En resumen, Lucas considera que en la experiencia de Pentecostés se cumple la promesa de Jesús relativa al bautismo en el Espíritu Santo. Pentecostés, para él, es el prototipo de las demás experiencias bautismales. El «bautismo en el Espíritu» está, pues, unido siempre, para Lucas, al bautismo sacramental recibido en la Iglesia, el cual es una especie de actualización, en beneficio de un individuo o de una comunidad particular, del acontecimiento pentecostal.

Se puede, de todas formas, notar que la expresión: «ser bautizado en el Espíritu Santo», reviste una significación ecuménica. Aunque significa un contenido teológico diferente para los católicos y los pentecostales clásicos, expresa la innegable convergencia que se manifiesta al nivel de la experiencia espiritual. Que existen, a pesar de todo, posibilidades de malentendidos, los dirigentes de la Renovación Carismática lo reconocen, por lo que están siempre a la búsqueda de un vocabulario más adecuado.


d) Legitimidad de un pluralismo terminológico

En éste, como en otros puntos, la experiencia norteamericana de la Renovación no debe ser considerada como normativa. En otros lugares se ha considerado necesario sustituir la expresión «bautismo en el Espíritu», por otras similares. En Francia y en Bélgica se habla a menudo de «effusion» del Espíritu; en Alemania de «Firmerneuerung»; en lengua inglesa se emplean a veces las expresiones «release of the Spirit» o «renewal of the sacraments of initiation». En esta búsqueda de un vocabulario adecuado, conviene vigilar para que los vocablos empleados no dañen en exceso lo que tiene de específico la Renovación en cuanto experiencia espiritual, es decir, el hecho de que la fuerza del Espíritu Santo, comunicada en la Iniciación Cristiana, llega a ser objeto de experiencia consciente y personal.


3. ¿Cómo designar la «Renovación»?

La Renovación en cuanto tal plantea también problemas terminológicos. Desde el punto de vista sociológico sería legítima calificarla de «movimiento». El inconveniente de este término es que sugiere que se trata de una iniciativa humana, de una «organización». Se procura, pues, evitarlo.
La expresión «Renovación Carismática» se utiliza en muchos países. Tiene la ventaja de poner de relieve una de las preocupaciones de la renovación: la reintegración de los carismas, en toda su plenitud, en la vida «normal» de la Iglesia, tanto local como universal. Sin embargo tiene también sus inconvenientes. Produce en ciertos observadores la impresión de que la Renovación tiende a apropiarse de algo que pertenece a la naturaleza misma de la Iglesia (esto lo contestan, evidentemente, los iniciados: ellos no intentan apropiarse los carismas, como la renovación litúrgica no pretendió apropiarse los sacramentos y la plegaria de la Iglesia).

Otra objeción. Algunos tienen la impresión de que el término «carismático» evoca exclusivamente las manifestaciones menos habituales del Espíritu: glosolalia, profecía, curación, etc., mientras los dirigentes y los teólogos de la Renovación insisten sobre el hecho de que se trata de un redescubrimiento de la acción del Espíritu Santo según todos sus aspectos.

En ciertos lugares se evita la expresión «Renovación Carismática», y se prefiere hablar de «renovación espiritual», o simplemente de «renovación». Esta opción permite, efectivamente, ahorrarse las dificultades antes mencionadas, pero muchos han señalado que esa expresión podría acreditar la idea de un cierto monopolio, siendo así que existen diversas formas de renovación en la Iglesia.

En resumen, cualquiera que sea la terminología empleada, es conveniente vigilar para que no cree confusión en cuanto a la naturaleza y a las finalidades de la realidad eclesial que designa. Este problema de vocabulario no está, por otra parte, desprovisto de importancia teológica: señala, a su manera, el hecho de que, a los ojos de los que la viven, la Renovación se conecta con la vida profunda de la Iglesia y con lo que constituye el corazón mismo de toda vida cristiana.


4. Discernimiento de espíritus

uando se trata de un afloramiento a la conciencia y de manifestaciones sensibles de la presencia del Espíritu, la cuestión de un discernimiento no puede dejar de estar presente.

El Espíritu Santo se comunica a personas concretas. La experiencia de su presencia entra, pues, en el campo experimental de cada una de esas personas. Esta no queda abolida, sino iluminada con una nueva luz. La experiencia de sí y la experiencia del Espíritu se encuentran íntimamente unidas, aunque conviene no confundirlas. A este respecto, aunque la Renovación incluye elementos de experiencia que le son propios, no busca criterios de discernimiento distintos de los de la teología mística tradicional.


La enseñanza de san Pablo sobre el discernimiento en materia de carismas (1 Cor 12-14) es clara: estas manifestaciones «espirituales» deben ser atentamente examinadas(25) . San Pablo no insinúa con ello que los carismas no tengan importancia para la Iglesia, o que pudiera, sin daño, prescindirse de ellos. Pero sigue siendo cierto que cada vez que alguien habla en lenguas o profetiza, no se encuentra, automática ni necesariamente, bajo la influencia del Espíritu Santo.

El primer principio de discernimiento formulado por san Pablo, es el siguiente: «...nadie, hablando por influjo del Espíritu de Dios, puede decir: ‘¡Anatema sea Jesús!’; y nadie puede decir: ‘¡Jesús es el Señor!’ sino por influjo del Espíritu Santo» (1 Cor 12, 3). Conviene también recordar la advertencia del Evangelio: «No todo el que diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos» (Mt 7, 21).

Trátese de Jesús o de otras verdades de fe, las normas de rectitud moral y doctrinal, deben aplicarse en este discernimiento que es él mismo un carisma del Espíritu (cf. 1 Cor 12, 10; 1 Jn 4, 1-6).

Toda la comunidad debe participar en este discernimiento y, en la comunidad, algunas personas más particularmente cualificadas, sea por su formación teológica; sea por su lucidez espiritual. La responsabilidad pastoral del obispo debe jugar un papel decisivo en este discernimiento. Así está enseñado en el Vaticano II: «El juicio sobre la autenticidad (de los carismas) corresponde a los que presiden en la Iglesia, los cuales deben no apagar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno» (Lumen Gentium, 12).



D) PROBLEMAS DE VALORACIÓN

Los que tienen responsabilidad pastoral en la Renovación Carismática desean estar informados de las cuestiones que suscita y de las dificultades que plantea. He aquí algunas de las más importantes.


1. ¿Elitismo?

Debido a la atención que dispensa a la experiencia religiosa y a ciertos dones considerados menos «normales» (profecía, don de curaciones, don de lenguas) la Renovación parece crear una clase especial en el seno de la Iglesia. Los que han tomado conciencia de la presencia de la acción del Espíritu, y los que ejercen algún carisma, como la profecía, son sospechosos de constituir una categoría superior de cristianos. Ciertas personas, ajenas a la Renovación, piensan que el hecho de tener una experiencia religiosa o ejercer un carisma es índice de santidad. De hecho la Renovación reconoce que la presencia de un don espiritual no constituye una prueba de madurez espiritual. Además los carismas son considerados, por los que los gozan, como una llamada a una mayor santidad. Como hemos dicho la Renovación no limita los carismas a una minoría; afirma más bien que el Espíritu se da a cada uno en el bautismo y que cada Iglesia local, al igual que la Iglesia Universal, debe permanecer abierta a todos los dones.


2. ¿Acentuación de la afectividad?

Algunos se sienten a disgusto en presencia de una expresión demasiado personal del sentimiento religioso. Ven en ello una forma de sentimentalismo. Ciertamente el peligro existe, pero, en la mayor parte de los casos, no se da en la Renovación católica un emocionalismo o afectividad excesiva. Por el contrario debemos señalar que muchos católicos que no pertenecen a la Renovación, confunden «expresión religiosa personal» y «expresión emocional»; identifican experiencia religiosa y sentimentalismo, siendo así que se trata de realidades diferentes. Aunque haya que distinguirlas la afectividad y la experiencia se superponen, la experiencia se obtiene con todo el ser. En la cultura occidental se tiende demasiado a reducir la expresión religiosa a actos de inteligencia y voluntad, y se considera inconveniente el exteriorizar los sentimientos religiosos en público, incluso moderadamente. Este intelectualismo en el culto, ha producido una cierta esterilidad en la teología, en la predicación y en la actividad litúrgica.

El intelectualismo en la fe reposa, parece, sobre una concepción equivocada del hombre, pues no es solamente la parte racional de la persona la que ha sido salvada y llamada a dar culto a Dios. Una persona es un ser capaz de pensar, de querer, de sentir, de amar, de temer, de esperar, y es el hombre todo entero el que debe actuar cuando se trata de orar. Nada, en la persona, debe excluirse de este acto. En la Biblia la alianza entre Dios y el nuevo Israel, se expresa en términos de esponsales y la relación entre Dios y los creyentes es la de un padre respecto a sus hijos. No es normal, por tanto, que estas relaciones se expresen en el culto solamente en función del intelecto y la voluntad. La alianza y la relación filial implican necesariamente una respuesta sin restricción que compromete a la persona entera: inteligencia, voluntad, capacidad de amar, de temer, de esperar. Por otra parte es claro que un exceso emocional, con el pretexto de respuesta personal a Dios, rebajaría la fe del creyente y pondría en peligro su equilibrio psíquico.

La «Renovación» insiste particularmente sobre la dimensión personal de la fe en los medios donde el catolicismo se presenta como un fenómeno puramente cultural. Lo que se podría llamar un «catolicismo sociológico» se da allí donde las formas exteriores se mantienen sin que exista un verdadero asentimiento interior; allí donde las expresiones de fe se transmiten de unos a otros sin que exista un verdadero compromiso personal. En la edad adulta no se puede ser cristiano si falta el compromiso personal en la fe. Cada adulto debe asumir personalmente el bautismo que recibió en su infancia. Este intento de favorecer la decisión y el compromiso personal en la adhesión de fe, va de acuerdo con la línea de actuación recomendada por el Vaticano II. La Constitución Pastoral sobre «la Iglesia en el mundo» habla de «el espíritu crítico más agudizado que purifica la vida religiosa de un concepto mágico del mundo y de residuos supersticiosos y exige cada vez más una adhesión verdaderamente personal y operante de la fe, lo cual hace que muchos alcancen un sentido más vivo de lo divino» (Gaudium et Spes, 7).

En algunas culturas contemporáneas, de acuerdo con las costumbres y las conveniencias, algunos comportamientos se consideran inaceptables desde el punto de vista social. En estas culturas profetizar, rezar en lenguas, interpretar, curar, etc., no son actividades que las costumbres sociales admitan ejercer a adultos maduros y responsables. Las personas que actúan de esa forma, se alejan de las formas normales de comportamiento y no son tolerados, sino con un cierto embarazo, en las relaciones sociales.

Es legítimo preguntarse si la aceptabilidad social constituye una norma de comportamiento digna de un cristiano. El Evangelio proclama unas verdades y postula unas actitudes que no son siempre fáciles de aceptar desde el punto de vista social. La cuestión se plantea así: ¿Cuáles son los criterios de comportamiento de un cristiano? ¿Las costumbres de una sociedad determinan plenamente sus normas de moralidad?


3. ¿Excesiva importancia atribuida al don de lenguas?

Ya hemos hablado de la cuestión de la glosolalia(26) en la segunda parte, «Fundamento teológico», y la volveremos a encontrar en la quinta parte, «Orientaciones pastorales». A medida que pasa el tiempo las exageraciones que han podido producirse en este dominio, tienden a desaparecer. La Renovación toma conciencia, cada vez con más fuerza, de su verdadera finalidad: la plenitud de vida en el Espíritu Santo y el ejercicio de sus dones en vista de la proclamación de Jesús como Señor.


4. ¿Huida del compromiso temporal?

Hay que abordar el problema de la relación entre una experiencia espiritual, tal y como es vivida en la Renovación, y el compromiso del cristiano en la construcción de un mundo más justo y fraternal. Esta cuestión tan compleja no puede tratarse aquí de forma exhaustiva.

La estrecha unión que existe entre experiencia espiritual y compromiso social se desprenderá progresivamente de la vida de la Renovación. En muchos lugares está ocurriendo ya. Así en México, y en otros países de América Latina, algunos cristianos comprometidos desde años en la lucha contra la opresión económica y política, declaran que han encontrado en la Renovación motivos para su compromiso social(27) . Han encontrado en ella la inspiración de un compromiso más responsable y más fraternal. Otros afirman que la Renovación les ha revelado la manera cómo se unen su fe cristiana y sus preocupaciones sociales. Algunos grupos de América del Norte y de Europa han experimentado también la misma reconciliación de experiencia espiritual y compromiso social. En muchos grupos, sin embargo, esta reconciliación debe todavía realizarse.

Para hacerlo conviene tomar en consideración los elementos siguientes. Por una parte la enseñanza social de la Iglesia, sobre todo los encíclicas papales y la Constitución pastoral sobre «La Iglesia en el mundo actual» (Gaudium et Spes), donde se manifiesta claramente que el Espíritu invita a la Iglesia, hoy más que nunca, a estar activamente presente en la promoción de la justicia y la paz para todos los hombres. Por otra parte, los frutos evidentes de la Renovación Carismática llevan también la marca de la llamada del Espíritu dirigida a toda la Iglesia. El Espíritu Santo, fuente divina de comunicación y reconciliación, no puede contradecirse. Las dos llamadas del Espíritu, a la renovación espiritual y al compromiso social, son indisociables.

La Renovación, es cierto, es esencialmente un acontecimiento espiritual y, en cuanto tal, no puede considerarse como un programa de estrategia social y de política cristiana. Sin embargo, como lo fue ya en el nacimiento de la Iglesia en Pentecostés, la Renovación es un acontecimiento que reviste una dimensión pública y comunitaria. Ha originado diversas formas de comunidades que no son exclusivamente espirituales y pueden identificarse sociológicamente. La Renovación, por lo tanto, parece ser portadora de un poderoso dinamismo social.

Sería preciso añadir algo más a propósito de las potencialidades de esas comunidades y grupos de oración como fuerzas sociales. Una comunidad o un grupo de oración constituye una zona de libertad, de confianza y participación mutua, en cuyo seno las relaciones interpersonales pueden alcanzar un profundo nivel de comunión, gracias a una apertura común al Espíritu de amor. De gran importancia para las potencialidades de estos grupos es el factor de la amplia participación de todos en la vida de la comunidad (28). Cada uno de los miembros es invitado a participar en la vida de oración y en la edificación de la asamblea, al igual que en ciertas formas de servicio o de ministerio hacia el grupo. Esto tiende a hacer del grupo una comunidad de intensa participación, por lo que la vida del grupo constituye una experiencia social significativa que no puede dejar de tener un impacto en otras áreas de relaciones humanas, por ejemplo en el dominio económico. La primera comunidad cristiana ofrecía un ejemplo notable de un grupo de participación intensa cuyo dinamismo interno tenía implicaciones sociales y económicas: «Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hech 2, 44-45).

La oración privada y colectiva ha dado a menudo un poderoso impulso a la acción, purificándola de todo orgullo, odio o violencia. Además, la experiencia de la oración carismática no cesa de recordar que la supresión de la injusticia social requiere, al mismo tiempo que un análisis competente y medios de acción adecuados en materia política, económica y social, una conversión incesante de corazón (metanoia) que sólo puede lograrse mediante la acción del Espíritu Santo y la aceptación del Evangelio. Las personas y grupos de tendencias políticas opuestas, que el Espíritu Santo y el Evangelio reconcilian en el arrepentimiento, la intercesión y la alabanza, se sienten llevados a extender esta reconciliación, por medidas muy concretas, al dominio social, económico y político. En el Espíritu Santo toda la creación es llevada a la comunión. Podemos esperar que un proceso de maduración arrastrará a la Renovación en la línea de nuevas actividades sociales y políticas en la Iglesia y en el mundo. Una renovación que logre su madurez, dará testimonio de la totalidad del misterio de Cristo y de su Evangelio, participando en la liberación completa de la humanidad.


5. ¿Una renovación importada del protestantismo?

La existencia de movimientos de renovación parecidos (tales como el Pentecostalismo clásico o el Neopentecostalismo), anteriores a la renovación católica, pueden dar la impresión de que la Renovación es esencialmente un producto de importación protestante. Es exacto que, cronológicamente, la renovación protestante ha precedido a la católica. Sin embargo su fundamento no es otro que el de la tradición católica. Este fundamento se encuentra, en efecto, en el testimonio del Nuevo Testamento y en la vida de la Iglesia primitiva, algo poseído en común con los católicos. Lo que encarna la Renovación es, pues, tan cristiano y católico como la Escritura y la experiencia de la Iglesia post-apostólica (29)

Aunque los movimientos protestantes hayan precedido a la renovación católica, ésta, desde sus inicios, fue consciente de que no se trataba de tomar, sin criticarlas previamente, la exégesis fundamentalista y la teología sistemática de algunas de esas tradiciones. Además había que evitar, igualmente, adoptar en la renovación católica, sin examen crítico, ciertas expresiones culturales propias de tradiciones protestantes.

La renovación católica reconoce, sin embargo, su deuda de gratitud para con los hermanos protestantes que han llamado su atención sobre elementos que pertenecen al testimonio del Nuevo Testamento y a la naturaleza de la Iglesia. La renovación católica reconoce también en la renovación que se manifiesta entre nuestros hermanos protestantes, un movimiento auténtico del Espíritu Santo.

Es oportuna señalar que la Renovación Carismática actual no es el primer movimiento de renovación en la historia de la Iglesia, y que tampoco es el único movimiento de renovación que anima en la actualidad la vida de la Iglesia. El cardenal Newman hablaba del «vigor crónico» que permitía a la Iglesia renovarse sin cesar. Ella lo hace en virtud de sus fuentes que son constitutivas de su naturaleza y que pertenecen a su estructura interna. Estas fuentes son esos dones que le han sido dados porque es el pueblo de Dios, el cuerpo de Cristo y el templo del Espíritu Santo.


6. ¿Fundamentalismo bíblico?

Uno de los frutos más importantes de la Renovación es un profundo amor a la Escritura. En las reuniones de oración se lee y saborea la Escritura como un acto de oración, en el espíritu de la lectio divina tradicional.

Esta forma espontánea, léase popular, de recurrir a la Escritura, ¿supone un peligro de fundamentalismo bíblico? Es necesario situar debidamente la cuestión. Lo que algunos consideran fundamentalismo, podría no serlo del todo. Así, algunos exegetas recientes creen poder interpretar las curaciones realizadas por Jesús, relatadas en los Evangelios, como narraciones simbólicas, sin referencia directa a la historia. Cuando laicos, desprovistos de formación técnica, consideran esos relatos como históricos, su interpretación no es fundamentalista por ello; incluso puede que su interpretación sea preferible a la de los exegetas, expertos en ciertas disciplinas científicas, pero poco cuidadosos en leer las Escrituras como creyentes según su sentido «espiritual».

La mayor parte de los grupos de oración y de las comunidades, cuentan además con sacerdotes y laicos competentes en materia bíblica. Sin embargo es importante subrayar que no es indispensable que cada creyente que lee la Biblia sea un exegeta cualificado, ni que cada grupo de oración tenga que contar con un exegeta entre sus miembros. Todo cristiano puede y debe acercarse a la Biblia con sencillez, porque es el libro del pueblo de Dios. Siempre que permanezca dispuesto a dejarse iluminar por la interpretación que le ofrece la fe viviente de la Iglesia, no corre el peligro de caer en esa interpretación individual y en ese literalismo estrecho que definen el fundamentalismo.



E) ORIENTACIONES PASTORALES

Ante la imposibilidad de tratar todos los aspectos pastorales de la Renovación, nos contentaremos con abordar algunos problemas particulares. Somos conscientes del carácter provisional de estas orientaciones que hablan de la Renovación de acuerdo con las modalidades que ha asumido hasta el presente. No tenemos la intención de fijar la Renovación en su forma actual, ni de prejuzgar las evoluciones ulteriores que puedan nacer bajo la inspiración del Espíritu Santo (30).

Queriendo permanecer en la Iglesia y de la Iglesia, este movimiento estima que, cuanto más crezcan sus miembros en Cristo, más se integrarán, igualmente, los elementos carismáticos en la vida cristiana, sin perder nada de su poder ni de su eficacia, y serán considerados cada vez más como «cristianos» y cada vez menos como «pentecostales» o «carismáticos»(31) .

La experiencia ha demostrado que este proceso de, maduración, que debe conducir a una integración más completa en la vida de la Iglesia, requiere una etapa inicial caracterizada por la formación de «grupos», cuyo foco principal es la Renovación Carismática. Sin pretender que los carismas no se manifiestan sino en el seno de los grupos carismáticos de oración, se puede establecer una distinción entre los «grupos de oración espontánea» y los grupos que existen en la línea de la Renovación Carismática.


1. Estructuras y organización

Aunque un mínimo de organización y de estructuras sea necesario, se puede sin embargo considerar el fenómeno actual como una renovación en el Espíritu o, de forma más precisa, como una renovación de la vida bautismal (bautismo, confirmación, eucaristía) y no ante todo como un «movimiento organizado». En efecto, las estructuras operativas existentes en la Renovación corresponden a los servicios a prestar y no a una organización de tipo jerárquico. Por esta razón la parte directiva incluida en estas estructuras no comporta ningún carácter jurídico. Parece preferible mantener estructuras nacionales e internacionales muy flexibles que permitan un discernimiento mucho mayor de lo que «ocurre» en la Iglesia.

Uno de los desarrollos más importantes de la Renovación católica es la profundización del sentido comunitario. Esta evolución hacia la comunidad reviste formas distintas: asociaciones de tipo informal, grupos de oración, comunidades vida, etc. A través de estas expresiones comunitarias, la Renovación testimonia que la vida en Cristo por el Espíritu, no es únicamente privada e individual. En estas comunidades se encuentran posibilidades de instrucción, de ayuda mutua, de plegaria común, de consejo, al igual que una aspiración hacia una comunidad más vasta. La Renovación desea favorecer una gran variedad de estructuras comunitarias. Al tiempo que se alegran del desarrollo de las «comunidades de vida» (es decir grupos en los que los miembros se ligan a la comunidad y a su vida por un compromiso específico), muchos miembros de la Renovación están de acuerdo en reconocer que un paso prematuro hacia una comunidad de vida puede ser perjudicial (32). El estilo de vida que se requiere en semejantes comunidades, no representa necesariamente el ideal a perseguir por todos los grupos carismáticos.

Es normal que la Renovación contribuya según modalidades muy distintas al resurgir eclesial. Es también legítimo que la formación doctrinal propuesta a los que quieren integrarse en el movimiento, al igual que las estructuras o el estilo de organización nacional o regional, se diversifiquen según las necesidades de cada situación.

Los miembros de la Renovación deben la misma obediencia que los otros católicos a los pastores legítimos y gozan como ellos de la libertad de opinión y del derecho de dirigir una palabra profética a la Iglesia. Se adhieren a las estructuras de la Iglesia en cuanto expresan su realidad teológica, y guardan plena libertad en relación con los aspectos puramente sociológicos de esas estructuras.


2. La dimensión ecuménica

Es evidente que la Renovación Carismática es ecuménica por su misma naturaleza. Numerosos protestantes neopentecostales y pentecostales clásicos viven la misma experiencia y se unen a los católicos para dar testimonio de lo que el Señor opera entre ellos. La Renovación católica se alegra de lo que el Espíritu Santo realiza en el seno de otras Iglesias. El Vaticano II ha invitado a los católicos «a no olvidar que todo lo que sucede por la gracia del Espíritu Santo en nuestros hermanos separados, puede contribuir a nuestra edificación» (Unitatis Redintegratio, 4).

Sin juzgar aquí los méritos respectivos de otras culturas eclesiales, admitimos plenamente que cada Iglesia intenta realizar la renovación en la línea y según las modalidades de su propia historia. Esto vale igualmente para los católicos.Es preciso mucho tacto y discernimiento para no extinguir lo que el Espíritu está a punto de obrar, en las Iglesias, para reunir a los cristianos. Una delicadeza semejante se precisa para que la dimensión ecuménica de la Renovación no se convierta en ocasión de división y en piedra de tropiezo. Una gran sensibilidad para con las necesidades y las concepciones de los miembros de otras Iglesia es perfectamente compatible con la fidelidad de los católicos o de los protestantes a sus propias Iglesias. En los grupos ecuménicos hay que vigilar para ponerse de acuerdo sobre la forma de preservar la unidad fraternal sin dañar la autenticidad de la fe de cada miembro. Este acuerdo, realizado en un espíritu ecuménico, debe formar parte de la instrucción otorgada a todos los que desean integrarse en la vida de un grupo de oración.


3. La acción carismática del Espíritu

En el seno de la Renovación hay dos formas de concebir la naturaleza de los carismas. Para algunos los carismas proféticos (profecía, lenguas, curaciones) son dones en el sentido de que el beneficiario adquiere una capacidad radicalmente nueva, goza de una facultad de la que no disponía anteriormente. Esta concepción subraya la acción de Dios que dota a la comunidad cristiana de capacidades de un «orden diferente» que no poseen las demás comunidades. Estos «poderes» no son una simple reorientación y elevación sobrenatural de capacidades naturales. Según esta forma de ver las cosas, Dios comienza a actuar, en la comunidad, de una manera nueva y que, aparentemente, reviste el carácter de una intervención más allá de la historia. Los que mantienen esta opinión consideran este acto de Dios en la comunidad como «milagroso». Conceden, por tanto, una gran importancia a la novedad de los carismas y a la forma en que se distinguen de las facultades naturales elevadas por la Iglesia.


Otros miembros de la Renovación, entre los que se encuentran numerosos teólogos y exegetas, consideran los carismas como una «dimensión» nueva que toma la vida de la comunidad bajo la poderosa acción del Espíritu. La novedad consiste en la animación por el Espíritu -de forma más o menos extraordinaria- de una capacidad que pertenece a la plenitud de la humanidad. En esta perspectiva, el hablar en lenguas, la profecía, no les parecen radical y esencialmente diferentes de la verbalización que se produce también en las culturas no cristianas; se diferencian -como todo carisma respecto a los dones naturales- por su modo (33)y su finalidad. Son sobrenaturales no sólo porque están orientados hacia el servicio del Reino, sino porque se realizan por la fuerza del Espíritu. Los miembros teológicos de la Renovación llaman justamente la atención sobre el peligro que supone exagerar el carácter sobrenatural y milagroso de los carismas, como si cada manifestación del Espíritu constituyera algo milagroso. Subrayan también la ambigüedad de toda acción humana, sobre todo cuando es religiosa.

Por otra parte todos están de acuerdo en poner en guardia contra una concepción de los dones que los redujera a no ser sino simples expresiones de estados psicológicos o a no cumplir sino algunas funciones puramente sociológicas. Aunque un carisma esté en relación con capacidades que pertenecen a la plenitud de la naturaleza humana, no es propiedad de una persona, porque es un don y una manifestación del Espíritu (1 Cor 12, 7). El Espíritu dispone soberanamente de sus dones y actúa con demostración de poder. Esta es la razón por la que los que aceptan la interpretación de la mayor parte de los teólogos y exegetas, no contestan la realidad de las intervenciones inmediatas de Dios en el seno de la historia, tanto en el pasado, como en el presente y en el futuro.


4. El don de lenguas

La función esencial de carisma de lenguas es la oración. Parece estar asociado, de forma específica, a la oración de alabanza: «...todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios» (Hech 2, 11). «...el don del Espíritu había sido derramado también sobre los gentiles, pues les oían hablar en lenguas y glorificar a Dios» (Hech 10, 45-46).

Sin embargo este carisma es el que suscita mayor desconfianza entre las personas que no están comprometidas con la Renovación. Además le conceden una importancia que están lejos de atribuirle la mayoría de los grupos carismáticos. Estos subrayan que la existencia de este don está fundado exegéticamente y que era corriente en algunas comunidades neotestamentarias. Atestiguado en los escritos paulinos y en los Hechos, el don de lenguas no se menciona, sin embargo, en los evangelios, si no es en el final de Marcos y como de pasada, en un versículo que es canónico pero probablemente no de Marcos: «Éstas son las señales que acompañarán a los que crean: «en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas...» (Mc 16, 17). Este don, humilde, pero espiritualmente beneficioso para algunos, no pertenece a lo esencial del mensaje evangélico.

Es difícil valorar correctamente la importancia de este carisma aislándolo del marco de la oración. El «hablar en lenguas» permite a los que gozan de este carisma orar a un nivel más profundo. Es preciso comprender este don como una manifestación del Espíritu en la oración. Si algunas personas estiman este carisma, es porque aspiran a orar mejor, y a ello les ayuda precisamente el carisma de las lenguas. Su función se ejerce principalmente en la oración privada.

La posibilidad de orar de forma preconceptual, no objetiva, tiene un valor considerable para la vida espiritual: permite expresar por un medio preconceptual lo que no se puede expresar conceptualmente. El orar en lenguas es para la oración normal, lo que la pintura abstracta, o no figurativa, para la pintura ordinaria. La oración en lenguas actualiza una forma de inteligencia de la que incluso los niños son capaces (34). Bajo la acción del Espíritu el creyente ora libremente sin expresiones conceptuales. Es una forma de orar entre otras. Pero la oración en lenguas ocupa a la totalidad de la persona, incluidos sus sentimientos, sin que esté necesariamente ligada a una excitación emocional.

Este carisma se está haciendo cada vez más frecuente en la Iglesia contemporánea. Esta es la razón por la que los especialistas de nuestros días investigan exegética y científicamente sobre él. Es preciso, por ejemplo, llevar a cabo serias investigaciones para determinar si el don de lenguas, en ciertos casos, se expresa en una lengua conocida, o no. Pero es evidente que lo esencial de la renovación no reside en el don de lenguas. Es igualmente claro que la renovación católica no lo vincula de forma necesaria a las realidades espirituales recibidas en los sacramentos de iniciación.

La Renovación Carismática no tiene como objetivo, evidentemente, el lograr que todos los cristianos oren en lenguas. Desea, sin embargo, llamar la atención sobre la totalidad de los dones del Espíritu -entre los que se encuentra el de lenguas- y abrir las Iglesia locales a la posibilidad de una manifestación de todos esos dones entre sus fieles. Estos dones pertenecen a la vida normal, cotidiana, de la Iglesia local y no deberían ser considerados como excepcionales o extraordinarios.


5. El don de profecía

En el Antiguo Testamento el Espíritu estaba tan ligado a la profecía que se pensaba que cuando el último de los profetas muriera, el Espíritu abandonaría Israel.

Según el profeta Joel la edad mesiánica comenzará cuando el Señor derrame su Espíritu sobre toda la humanidad: «Decidlo a vuestros hijos; que vuestros hijos lo digan a sus hijos, y sus hijos a la generación siguiente» (Jl 1, 3).

En el nuevo Israel el Espíritu no se derrama solamente sobre algunos profetas elegidos, sino sobre toda la comunidad: «quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse» (Hech 2, 4). «Acabada su oración, retembló el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y predicaban la palabra de Dios con valentía» (Hech 4, 31). La Iglesia primitiva consideraba este don del Espíritu como el privilegio exclusivo de los cristianos. Para muchos de los cristianos de esta época -pero no para S. Pablo-, el don de profecía era la manifestación suprema del Espíritu en la Iglesia. Dado que según el testimonio del Nuevo Testamento el Espíritu era el agente creador de la vida en la Iglesia, no dudaban en afirmar -como el mismo S. Pablo- que los cristianos forman parte de «una construcción que tiene como cimiento los apóstoles y los profetas» (Ef 2, 20). S. Pablo coloca a los apóstoles a la cabeza de los carismáticos y más de una vez menciona a los profetas inmediatamente después de los apóstoles: «Y así los puso Dios en la Iglesia, primeramente como apóstoles; en segundo lugar como profetas...» (1 Cor 12, 28). «Misterio que en generaciones pasadas no fue dado a conocer a los hombres, como ha sido ahora revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu» (Ef 3, 5). «El mismo dio a unos ser apóstoles; a otros profetas; a otros evangelizadores; a otros pastores y maestros» (Ef 4, 11). Admitido que el Espíritu Santo es como el origen y fuente de toda la vida eclesial, también el profeta tenía su plaza fundamental en el ministerio y misión de la Iglesia.

El carisma de profecía pertenece, pues, a la vida ordinaria de toda Iglesia local y no debe considerarse como una gracia excepcional. Una profecía auténtica nos permite conocer la voluntad y la palabra de Dios, proyecta la luz de Dios sobre el presente. La profecía exhorta, advierte, reconforta y corrige; contribuye a la edificación de la Iglesia (1 Cor 14, 1-5). Es preciso usar juiciosamente de la profecía, sea predictiva o directiva. No se puede actuar en conformidad con una profecía predictiva sino después de haberla comprobado y haber obtenido confirmación por otros medios.

Como ocurre con otros dones, una declaración profética puede variar en calidad, en poder y en pureza. Está también sujeta a un proceso de maduración. Además las profecías pueden ofrecer una variedad de tipos, modos, finalidades y expresiones. La profecía puede ser simplemente una palabra de ánimo, una admonición, un anuncio, o una orientación para la acción. No se puede, por tanto, recibir e interpretar todas las profecías de una misma forma.

El profeta es miembro de la Iglesia y no está de ninguna manera por encima de ella, aunque tenga que confrontarla con la voluntad y la Palabra de Dios. Ni el profeta ni su profecía constituyen por ellos mismos la prueba de su propia autenticidad. Las profecías han de someterse a la comunidad cristiana y a los que ejercen las responsabilidades pastorales. «En cuanto a los profetas, hablen dos o tres, y los demás juzguen» (1 Cor 14, 29). Cuando sea necesario deben someterse al discernimiento del obispo (Lumen Gentium, 12).


6. La liberación del mal

Los autores del Nuevo Testamento estaban convencidos de que el poder de Jesús sobre los demonios era un signo de la presencia del Reino de Dios (Mt 12, 8) y de la naturaleza específica mesiánica del poder espiritual ejercido por Jesús. Por ser el Mesías tiene poder sobre los demonios y lo ejerce por el Espíritu Santo (Mt 12, 28). Cuando envió a sus discípulos con la misión de proclamar el Reino mesiánico, les dio «autoridad sobre los espíritu impuros» (Mc 6, 10; Mt 10, 1). Durante el período post-apostólico este aspecto del testimonio neotestamentario se incorporó a los ritos prebautismales del catecumenado y algunos elementos subsisten todavía en nuestro rito bautismal actual.

La renovación Carismática se ha fijado en este aspecto del testimonio neotestamentario y en esta historia post-apostólica. Eliminar por completo este aspecto de la conciencia cristiana significaría una infidelidad para con el testimonio bíblico. En la Renovación Carismática, como lo prueba la experiencia, algunas personas han recibido una apreciable ayuda de un ministerio autorizado que se ha dedicado a vencer la influencia demoníaca. Es cierto, también, que esta influencia no debe considerarse necesariamente como una «posesión». Es preciso evitar una preocupación excesiva en relación con lo demoníaco y una práctica irreflexiva del ministerio de la liberación. Una y otra serían una distorsión de los datos bíblicos y perjudicarían la acción pastoral.

Esforzándose por evitar una interpretación fundamentalista de la Escritura, la Renovación llama la atención sobre la importancia de las curaciones en el ministerio de Jesús. Entre los poderes del Mesías se encuentra el de curar los enfermos: «Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, y las orejas de los sordos se abrirán. Entonces saltará el cojo como un ciervo, y la lengua del mudo lanzará gritos de júbilo» (Is 35, 5-6). «En aquel momento curó a muchos de sus enfermedades y dolencias y de malos espíritus, y dio vista a muchos ciegos. Y les respondió: «Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (Lc 7, 21-22): Este aspecto del ministerio de Jesús forma de tal modo parte integrante de su autoridad que, en los relatos de su actividad, está ligado a la predicación del Evangelio: «Recorría Jesús toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo» (Mt 4, 23).

Estas curaciones son signos que invitan a la fe en Jesús y en el Reino. Cuando el Mesías confía a sus discípulos su misión apostólica, les manda hacer lo que él mismo hace: «Y llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para sanar toda enfermedad y toda dolencia» (Mt 10, 1). «Sanad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, expulsad demonios» (Mt 10, 8). La orden de predicar el Evangelio incluye el poder de sanar a los enfermos y de proclamar: «El Reino de Dios está cerca de vosotros» (Lc 10, 9). Después de la resurrección y de la ascensión de Jesús, las curaciones realizadas por los discípulos proclaman que Jesús, que ha resucitado y subido al cielo, está sin embargo presente en la Iglesia mediante el poder de su Espíritu: «Por mano de los apóstoles se realizaban muchas señales y prodigios en el pueblo... hasta tal punto que incluso sacaban los enfermos a las plazas y los colocaban en lechos y camillas, para que al pasar Pedro, siquiera su sombra cubriese a alguno de ellos» (Hech S, 12-15).

La Renovación desea volver a integrar este aspecto del testimonio bíblico y de la experiencia post-apostólica en la vida actual de la Iglesia. Ésta es la razón por la que promueve toda reflexión sobre la relación que existe entre curación y vida sacramental, sobre todo la eucaristía, la penitencia y la unción de los enfermos. Una de las tareas de la Renovación es proponer modelos para el ejercicio del ministerio de curación en un contexto sacramental explícito o implícito. Es evidente que el carisma de curación no debe impedir el que se recurra a los cuidados médicos; este carisma y la ciencia médica son, en planos diferentes, instrumentos de Dios que es el único que cura.

Al tiempo que se aborda seriamente el testimonio del Nuevo Testamento sobre el ministerio de la curación, no se debe perder de vista que una aproximación fundamentalista a estos textos comprometería la revalorización de los carismas. No se puede entender este ministerio como si fuera algo que eliminara el misterio del sufrimiento redentor.


7. La imposición de las manos

La imposición de las manos, tal y como es practicada en la Renovación, no es un rito mágico ni un signo sacramental (35).En la Escritura reviste una gran variedad de significados, puede ser una bendición, una oración por la curación de un enfermo, la transmisión de un ministerio en la comunidad, la petición del don del Espíritu. En la Renovación Carismática es la expresión visible de la solidaridad en la plegaria y de la unidad espiritual de la comunidad.

Cuando la imposición de manos se usa para pedir que el Espíritu Santo, ya recibido en el sacramento de la iniciación, sea acogido en una experiencia consciente, no se considera como una repetición de la imposición de manos sacramental que ejecuta el sacerdote en el bautismo y el obispo en la confirmación. Expresa, más bien, una plegaria para que el Espíritu ya presente sea más activo en la vida del individuo y en la comunidad. También significa que los que están presentes entregan explícitamente a Cristo el don de su persona para un mejor servicio en la Iglesia. En teología dogmática se considera como un «sacramental» este uso de la imposición de las manos.


CONCLUSIONES

Es prematuro hablar de los frutos que la Renovación aporta a la Iglesia. Sin embargo se pueden indicar algunos dominios en los que la experiencia y la reflexión teológica de la Renovación han rendido algunos servicios tanto a la Iglesia local como a la universal.

1. La Renovación manifiesta un dinamismo notable en el dominio de la evangelización. La restauración de una relación personal con Jesús y la experiencia vivida de la fuerza del Espíritu, han logrado que los miembros de la Renovación sean conscientes de esa «fuerza» que les permite proclamar el Evangelio, suscitar la fe de los otros y estimularla para que se desarrolle y crezca.

Recibir el Espíritu obliga a cambiar de corazón (metanoia) y mueve a llevar a los otros al reconocimiento del señorío de Jesús.

El movimiento ha intentado actualizar formas de evangelización capaces de hacer oír, a las sociedades y a los individuos del mundo no cristiano, la llamada evangélica a creer en Jesucristo y a seguirle como Señor y Salvador.En diversos países ha elaborado programas de catequesis para adultos, procurando lograr un compromiso personal y auténtico para con Jesús y su Iglesia.
Esta catequesis insiste tanto sobre el contenido de la fe, como sobre la necesidad de un encuentro personal con Jesús; también conduce a menudo a un compromiso renovado y a una participación más activa en el culto y en la misión.

2. La relación con Cristo es vivida en su dimensión comunitaria. Nadie va solo hacia Dios; se va en comunidad, en cuanto miembro del Cuerpo de Cristo, del pueblo de Dios.

Esta toma de conciencia explica por una parte el desarrollo impresionante de las comunidades: grupos de oración, comunidades de vida. Son desarrollos legítimos.

La insistencia sobre la comunidad, en cuyo seno laicos y sacerdotes viven en común, contrasta con el individualismo de nuestro tiempo. Una vida comunitaria de este tipo reposa sobre diversos ministerios basados en los carismas, en ella reina un intercambio de servicios mutuos. Todos los miembros de estas comunidades participan activamente en la oración y se puede ver en ello una expresión de la naturaleza de la Iglesia. La Renovación no pretende, sin embargo, aferrarse a ninguna forma o estructura, permanece abierta a todo lo que el Señor espera de ella y a las necesidades siempre nuevas de la Iglesia y del mundo.

Se comprende, por tanto, que se desarrolle, en la Renovación, un profundo amor a la Iglesia y una confiada fidelidad para con sus pastores.

3. La experiencia del poder del Espíritu no produce únicamente una toma de conciencia de la realidad y de la presencia de Jesús; hace nacer, igualmente, una nueva especie de deseo: deseo de oración (especialmente de alabanza) y deseo de la Palabra de Dios. Esta presencia de Dios permite establecer relaciones personales en un nivel de mayor profundidad. Así se explica que muchos hayan experimentado una renovación en su vida matrimonial o una comunión más profunda en sus relaciones familiares y profesionales. Experimentando conscientemente las gracias bautismales, muchos cristianos han llegado a redescubrir, no sólo el bautismo y la eucaristía, sino toda la vida sacramental.

4. Toda forma de renovación incluye una referencia a los orígenes de la Iglesia, a la vida de las comunidades primitivas y a su fuente de vida: el Espíritu Santo. Pero no hay que olvidar que el Espíritu Santo y sus carismas no han estado jamás ausentes en la historia de la Iglesia. Así se explica el interés de la Renovación por las manifestaciones carismáticas del Espíritu. Aunque esto sea legítimo, se podría tener la impresión de que la Renovación tiende a privilegiar algunas doctrinas, prácticas o realidades neatestamentarias, en particular los carismas, y a exagerar su importancia en el Nuevo Testamento. En realidad la Renovación pide simplemente a la Iglesia que reconozca que los escritos neotestamentarios no aíslan el Espíritu de su manifestación en los carismas, ni los carismas de la proclamación integral del Reino. El Espíritu y la totalidad de sus dones forman parte integrante del Evangelio de Jesús, y las comunidades primitivas los han considerado indisolublemente unidos a la noción de «cristiano» v a la vida eclesial. La Renovación no intenta crear, en el seno de la Iglesia, un grupo particular que se especializaría en el Espíritu Santo y en sus dones; busca más bien favorecer la renovación de la Iglesia local y universal suscitando un redescubrimiento de la plenitud de vida en Cristo por cl Espíritu, y esto incluye también los carismas.

5. La Renovación ve, en la enseñanza social de la Iglesia, un signo evidente de que el Espíritu llama a estar activamente presente en la promoción de la justicia y de la paz para todos los hombres. Los que están ya comprometidos en programas de reforma social descubren que la Renovación los pone al servicio de los demás en un nivel más esencial.

6. Comprobamos, finalmente, una estimación renovada por la vocación sacerdotal y por la vocación religiosa, al igual que una profundización de esas vocaciones en los que se encontraban ya comprometidos.

Como Juan XXIII, Pablo VI ha declarado, en la audiencia general del 29 de noviembre de 1972 (36) : «La Iglesia tiene necesidad de un continuo Pentecostés». La Renovación Carismática es una de las manifestaciones de este Pentecostés.

Todos los que tienen responsabilidad pastoral deberían permanecer abiertos a esta manifestación -y a otras- de la presencia y de la fuerza del Espíritu. Los que están comprometidos en la Renovación invitan a los obispos y a los sacerdotes a participar en sus reuniones, a fin de que descubran la Renovación internamente y reciban información de primera mano sobre su naturaleza. Sería rechazable el que no la conozcan sino externamente y de oídas.
Haciéndose eco de la palabra del Apocalipsis: «Estad atentos a lo que el Espíritu dice a las iglesias» (Ap 2, 17), la Renovación pide a los que presiden las Iglesias «no extingáis el Espíritu... examinadlo todo y quedaos con lo bueno» (1 Tes 5, 19-21).


BIBLIOGRAFIA SOBRE LA RENOVACIÓN CARISMÁTICA CATÓLICA

Una bibliografía exhaustiva exigiría ya demasiadas páginas. La presente bibliografía, en la que se presentan principalmente las publicaciones en lenguas románicas, es selectiva. En un apéndice final se encontrarán algunas obras básicas sobre el Pentecostalismo Clásico. La ordenación de estos escritos responde a un proceso razonable y temático, pensado en un servicio práctico a los lectores.


1.- CENTROS DE DOCUMENTACIÓN

Distribution Center. Charismatic Renewal Services Inc., 237 North Michigan. South Bend, Indiana 46601. Este centro difunde libros, discos y cassettes, bajo el nombre de Servant Publications. (Servant Books; Servant Music; Servant Cassettes).

Servicios de Renovación Carismática Católica Inc., Apartado 1, Aguas Buenas. Puerto Rico 00607. Es un centro importante, de lengua castellana, de documentación y propaganda de la Renovación Carismática, bajo el nombre de Publicaciones Nueva Vida.

Secretaría de la Coordinación Nacional. Renovación Carismática Católica, c/ Almagro, 25. Madrid-4.

Servicios de la Renovación Carismática. C/ Modolell, 41. Barcelona-21. Teléfono 211 04 50.
1977 International Directory of Catholic Charismatic Prayer Groups. Anuario donde se indican las direcciones de los diversos grupos a nivel internacional, sus responsables, y los días y lugares de oración, etc... Esta edición incluye más de 4.500 grupos. La confrontación de las diversas ediciones permite constatar el progreso de la Renovación Carismática advirtiendo que no todos los grupos han podido ser inventariados.



NOTAS
1. Este texto, elaborado por Kilian: McDONNELL, OSB., de quien es también la redacción final, y por los otros miembros del equipo internacional reunidos en Malinas, ha sido firmado por cada uno de ellos, a saber: Carlos Aldunate; SJ. (Chile), Salvador Carrillo, MSPS. (México), Ralph Martin (USA), Albert de Monleon - OIP. (Francia), Kilian McDONNELL, OSB. (USA), Heribert Mühlen (Alemania), Veronica O'Brien (Irlanda) y Kevin Ranaghan (USA). Los miembros del equipo internacional expresan su agradecimiento a Paul Lebeau, SJ. y a Marie-André Houdart, OSB, por la ayuda prestada como secretarios y traductores.
2. Los teólogos consultados fueron: Avery Dulles, SJ. (USA), Yves Congar, OP. (Francia), Michael Hurley, SJ. (Irlanda), Walter Kasper (Alemania), René Laurentin (Francia), y Joseph Ratzinger (Alemania).
3. Cf. E. D. O'Connor, La Renovación Carismática en la Iglesia Católica. Lasser Press Mexicana, México 1973, J. CONNOLLY, The Charismatic Movement: 1967-1970, en As the Spirit leads Us, editado por K. y D. RANAGHAN. Paulist Press, Nueva York 1971, pp. 211-232.
4. Ecclesia nº 1621 (9 diciembre 1972) p. 1685.
5. Ecclesia nº 1644 (2 junio 1973) p. 671.
6. Cf. G. HASENHÜTTI, Carisma. Principio fondamentale per l'ordinamento della Chiesa. Ediz. Dehoniane (Bolonia 1973); K. RAHNER, Lo dinámico en la Iglesia. Herder (Barcelona 1968); W. KASPER, Fe e historia. Sígueme (Salamanca 1974), pp. 253-260.
7. Cf. K. MCDONNEL - A. BITTLINGER, Baptism in the Holy Spirit as an Ecumenical Problem. Charismatic Renewal Services (Notre Dame 1972).
8. Nota en la Biblia de Jerusalén (Desclée, Bilbao) en Juan 1, 33. Cf. R. E. BROWNN, The Johannine Sacramentary Reconsidered. Theological Studies 23 (1962) pp. 197-199; F. M. BRAUN, Jean le théologien: sa théologie: le Mystère de Jésus-Christ. GabaIda (Paris 1966), pp. 86-87..
9. Cf. H. MÜHLEN.Etv, Die Firmung als sakramentale Zeichen der Heilsgeschichtlichen Selbstüberlieferung des Geistes Christi. Theologie und Glaube 57 (1967) p. 280.
10. Adversus Haereses III, 24, 1: PG 7, 966 (Sources Chrétiennes n° 34, p. 401).
11. Cf. J. KREMER, Begeisterung und Besonnenheit: Zur heutigen Berufung auf Pfingsten, Geisterfahrung und Charisma. Diakonia 5 (1974) p. 159.
12. Cf. A. P. MILNER, Theology of Confirmation (Theology Today, 26). Fides (Notre Dame 1971).
13. Cf. Adversus Haereses III, 24, 1: PG 7, 966 (Sources Chrétiennes n.9 34, p, 401); V, 6, 1: PG 7, 1136-8 (S.C. n.° 153, pp. 75-77); Démonstration de la prédication apostolique 99: PO 12, 730-1 (S.C. nº 62, p. 169); Adversus Marcionem V, 8 (Corpus Christianorum I, 685-688); L. CERFAUX, Le don de I'Esprit, en Le Chrétien dans la théologie paulienne. Du Cerf (Paris 1962), pp. 219-286; H. MÜHLEN, Der Beginn einer neuen Epoche der Geschichte des Glaubens. Theologie und Glaube 64(1.974) p. 28-45. Este último artículo aparece resumido en Selecciones de Teología 55 (1975) pp. 207-214.
14. Cf. K. McDONNEL, The Distinguishing Characteristics of the Charismatic-Pentecostal Spirituality, One in Christ 10 (1974) pp. 117-128.
15. Cf. D. MOLLAT, The Role of Experience in New Testament Teaching on Baptism and the Coming of the Spirit. One in Christ 10 (1974) pp. 129-147.
16. Cf. J. D. G. DUNN, Baptism in the Holy Spirit (Studies in Biblical Theology, Second Series, nº 15). Alec R. Allenson (Naperville 1970), pp. 124, 125, 132, 133, 138, 149 y 225.
17. Cf. G. EBELING, The Nature of Faith. Muhlenberg Press (Philadelphia 1961), p. 102.
18. 107. Cf. W. KASPER, Fe e Historia. Sígueme (Salamanca 1974), pp. 49-81, donde escribe sobre las posibilidades de la experiencia de Dios en la actualidad.
19. Cf. F. GRÉGOIRE, Note sur les termes «intuition» et «expérience». Revue Philosophique de Louvain 44 (1946) pp. 411-415. DE JESÚS, Vida y Obras de San Juan de la Cruz. BAC (Madrid 1946), pp. 260- 263; S
20. Cf. CRISÓGON ubida del Monte Carmelo, caps. 29-31 del libro II, pp. 667-675; GABRIEL DE SANTA MARÍA MAGDALENA, Visions and Revelations in the Spiritual Life, Newman Press (Westminster 1950), p. 66.
21. Es preciso evitar el separar un texto particular de san Pablo y elaborar a partir de él un concepto genérico de carisma. Es inaceptable colocar en una misma categoría el apóstol y el que habla en lenguas, aunque ellos tengan ciertas cualidades comunes. Para san Pablo, el apostolado no es un don espiritual entre otros, ni tampoco es el primero entre todos los dones, sino que es más bien la totalidad de estos dones: su conjunto se llama la misión. Aún más, el don de profecía, considerado como una función constitutiva de la Iglesia, no debe ser confundido con la profecía de la Iglesia postapostólica, aunque ellos tengan características comunes. Los profetas unidos a los apóstoles ejercen una función constitutiva (cf. Ef 2, 20), que más tarde los profetas no tendrán. Ellos eran también beneficiarios de las revelaciones (cf. Ef 3, 5), las cuales tienen relación con la estructura interna de la Iglesia. Esto no se dice tampoco de los profetas ulteriores. Cf. H. SCHÜRMANN, Los dones espirituales de la gracia. La Iglesia del Vaticano II. Dirig. por G. BARAÚNA, Juan Flors, (Barcelona 1966) vol. I, pp. 579-602. Esta posición de ningún modo puede identificarse con la que relega los carismas a la edad apostólica.
22. Cf. W. J. HOLLENWERGER, The Pentecostals. Augsburg Publishing House (Minneapolis 1972); V. SYNAN, The Holiness Pentecostal Movement. W. B. Eerdmans (Grand Rapids 1971); C. KRUST, Was wir glauben, lehren und bekennen. Missionsbuchhandlugn und Verlag (Altdorf bei Nürnberg 1963); D. R. BENNET, The Holy Spirit and You. Logos International (Plainfield, Nueva Jersey 1971).
23. La relación del Espíritu con la vida cristiana se considera aquí dentro de la unidad del rito de la Iniciación. No es cuestión de abordar el tema de saber cuántas efusiones del Espíritu pueden existir en aquél. Se sabe que los Santos Padres han llegado a admitir diversas efusiones del Espíritu en ese rito, aunque ellos hablen en el contexto de la integridad del rito de la Iniciación. Cf. J. LECUYER, La confirmation chez les Péres. La Maison-Dieu 54 (1958) pp. 23-52.
24. Cf. K.D. RANAGHAN, Pentecostales Católicos. Logos International (Plainfield, Nueva Jersey 1971); D. RAvncFUtv, Baptism in the Holy Spirit, en As the Spirit Leads us, ed. por K. D. RANAGHAN, Paulist Press (Nueva York 1971), pp. 8-12; S. B. CLARK, Baptized in the Spirit. Dove Publications (Pecos Nuevo México 1970), p. 63; S. TUGWELL, Did you receive the Spirit? Darton, Longman et Todd (Londres 1972) (reimpreso 1975), cc. 5º y 6º; D. GELPI, Pentecostalism: A theological Viewpoint. Paulist Press (Nueva York 1971), pp. 180-184; H. CAFFARE, Faut-il parler d'un Pentecótisme catholique? Du Feu Nouveau (Paris 1973). Gelpi y Caffarel refieren la experiencia del Espíritu más bien a la confirmación y no al bautismo. Lo mismo hace en Alemania H. Mühlen. Cf. Espíritu, Carisma y Liberación. Secretariado Trinitario (Salamanca 1975), p. 242. Cf. también F. A. SULLIVAN, Baptism in the Holy Spirit: A Catholic Interpretation of the Pentecostal Experience. Gregorianum 55 (1974) pp. 49-68.
25. Cf. S. TUGWELL, The Gift of Tongues according to the New Testament. The Expository Times 86 (Febr. 1973) pp. 137-140.
26. Cf. nota en la Biblia de Jerusalén (Desclée, Bilbao), en Hechos 2, 4
27. Cf. J. RANDALL, Social Impact: A Mater of Time. New Covenant 2 (Oct. 1972) pp. 4, 27; J. BURKE, Liberation. New Covenant 2 (Nov. 1972) pp. 1-3, 29; F. Mc NUTT, Pentecostals and Social Justice, New Covenant 2 (Nov. 1972) pp. 4-6 y 30-32.
28. Cf. S. B. CLARK, Building Christian Communities. Ave Maria Press (Notre Dame 1972).
29. Cf. K. RANAGHAN, Catholics and Pentecostals..., pp. 136-138.
30. Cf. J. H. NEWMAN, An Essay on the Development of Christian Doctrine (V, 7). Longmans, Green (Londres 1894), pp. 203-206.
31. Cf. C.B. BELL, Manual del Equipo. Para el Curso de la Vida en el Espíritu (México 1972), p. 1; Seminários de Vida no Espírito. Manual da Equipe. Loyola (Sao Paulo 1975), pp. 11-12.
32. Cf. C. B. BELL, Charismatic Communities: Questions and Cautions, New Covenant 3 (Jul. 1973) p. 4.
33. En este sentido escribe G. MONTAGUE, Baptism in the Spirit and Speaking in Tongues: A Biblical Appraisal. Theology Digest 21 (1973) p. 351. Este ensayo viene incluido en su libro The Spirit and the Gifts. Paulist Press (Nueva York 1974).
34. Cf. W. J. SAMARIN, Tongues of Men and Angels. McMillan (Nueva York 1972), pp. 34-43
35. Cf. 7. BEHM, Die Handauflegung im Urchristentum in religionsgeschiehtlichen Zusamenhang Untersucht. A. Deichert (Leipzig 1911); J. COPPENS, L'imposition des mains et les rites conexes dans le Nouveau Testament et dans l'Eglise Ancienne. J. Gabalda (Paris 1925); N. ADLER, Laying on of Hands. Sacramentum Verbi. Herder and Herder (Nueva York 1970).
36. Ecclesia nº 1621 (9 diciembre 1972) p. 1685.