La Anunciación y Encarnación tienen lugar en Nazaret, pero Jesús, hijo de David, nace en "Belén de Judea, la ciudad de David, por ser José de la casa y de la familia de David" (Lc 2,4; Mt 2,5). De Belén pasará, como David, a Jerusalén, donde el anciano Simeón le proclamará Mesías y Salvador, viendo en Él la gloria del pueblo de Israel. Jesús ya en el seno de su madre comienza la subida hacia Jerusalén y hacia el Templo. El Hijo de Dios, que ha descendido del Padre, comienza su ascensión hacia el Padre (Jn 16,28). Es María, la Madre, quien lleva por primera vez a Jesús a Jerusalén y al templo, para "dedicarlo" al Padre, a las cosas del Padre.
A los ocho días es circuncidado y José "le puso por nombre Jesús" (Mt 1,25), nombre "que le dio el ángel antes de ser concebido en el seno" (Lc 2,21) y que reveló a José en sueños (Mt 1,21). Después de la circuncisión de Jesús, llegado el tiempo de la purificación, José y María subieron a Jerusalén a presentar al Niño "para ofrecerlo al Señor" (Le 2,22ss). No se trata, según el Levítico (c.12) de una purificación moral, sino ritual, en cuanto que las fuentes de la vida son protegidas por la ley de Dios. María es el Israel de Dios que invoca la purificación. Jerusalén, cananea de nacimiento, abandonada en el campo, como objeto repugnante, el día de su nacimiento, es vista por Dios, que se compadece de ella: "Te bañé con agua, lavé la sangre que te cubría, te ungí con óleo. Te vestí con vestidos recamados, zapatos de cuero fino, una banda de lino y un manto de seda... Te hiciste cada día más hermosa y llegaste al esplendor de una reina. Tu fama se difundió entre las naciones, debido a tu belleza, que era perfecta, gracias al esplendor con que yo te había revestido" (Ez 16). Esta esposa, colmada de dones, provoca los celos de Dios con sus infidelidades. Pero Jerusalén sigue siendo la esposa del Señor: "Pero yo me acordaré de mi alianza contigo en los días de tu juventud y estableceré en tu favor una alianza eterna... Yo mismo restableceré mi alianza contigo y sabrás que yo soy Yahveh" (60-63).
En estas palabras hallamos la profecía de la Jerusalén de la Nueva Alianza, la Iglesia, que Cristo ama hasta entregarse a sí mismo por ella "para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo, sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada" (Ef 5,25-27). En María se cumple ya lo que Cristo hará con toda la Iglesia. En la presentación del templo, en el misterio de la ofrenda al Señor de su Hijo, la Hija de Sión vuelve al primer amor de la Alianza. Y Jesús es ofrecido a su Padre celestial, de quien es realmente Primogénito y a quien pertenece desde siempre.
"El primogénito abre el seno materno" (Nm 3,12), permitiendo a los demás hermanos pasar por él. Jesús ha abierto el seno de la misericordia del Padre y ha pasado, el primero, a través de la muerte, dejándonos abierto el acceso al Padre. Así se ha ofrecido al Padre al ser presentado en el templo: "Por eso, al entrar en este mundo, dice: Sacrificios y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo... para hacer, oh Dios, tu voluntad" (Hb 10,5.7).
En toda la escena de la presentación, el Espíritu Santo aletea en el templo (Le 2,25.26.27), moviendo, consolando e inspirando a los ancianos Simeón y Ana. Simeón es el hombre de la espera mesiánica. Aunque avanzado en edad mantiene en alto la llama de la esperanza: "él esperaba la consolación de Israel" (v 25), junto con "los que esperaban la redención de Jerusalén" (v 38). Simeón es el hombre de la esperanza y del Espíritu. El encuentro con Simeón acontece antes de la presentación propiamente dicha. Las palabras de Simeón, iluminado por el Espíritu Santo, iluminan a María el significado del rito. Al coger al niño en sus brazos, inspirado por el Espíritu, Simeón empieza por dar gracias a Dios, porque le concede ver al Mesías en el que tenía puesta toda su esperanza. Simeón descubre en Jesús el cumplimiento de las promesas esperadas, reconociendo en él "al Cristo del Señor", "la consolación de Israel", y "la luz de las naciones" como "el Siervo de Yahveh".10 También Ana, 11 que día y noche servía al Señor en el templo, reconoce en el niño al Esperadó, "la redención de Israel". Los dos ancianos reconocen que María, la Hija de Sión, lleva al templo la Luz verdadera, luz para iluminar a los gentiles y gloria de Israel. Estos dos ancianos encarnan las palabras del salmo: "En la vejez darán aún fruto, se mantienen frescos y lozanos para anunciar lo bueno que es Yahveh, nuestra roca" (Sal 92,15-16).
A la luz de la profecía de Simeón el gesto de la presentación de Jesús adquiere la plenitud de su significado: el primogénito es ofrecido totalmente a Dios para salvación de todos sus hermanos. Desde la Anunciación se le ha dicho a María que su hijo es el Salvador. Simeón se lo hace presente a la hora de ofrecerlo a Dios en el templo. Y además Simeón le aclara que su hijo salvará a los hombres como Siervo de Dios, que será "traspasado por nuestras culpas" (Is 53,5), de modo que también a ella "una espada le atravesará el alma". María, en enemistad desde Eva con la serpiente, está situada en el corazón del combate que acompañará a su Hijo, signo de contradicción: o con Él o contra Él. Santa Catalina de Siena escribirá: "iOh dulcísimo y amantísimo Amor, la lanzada que tú recibiste en el corazón es la espada que traspasó el corazón y alma de tu madre. El Hijo era golpeado en el cuerpo y, de modo semejante, era herida la madre, porque aquella carne era de ella". 12
El episodio de la presentación de Jesús en el templo nos sugiere el relato de la historia de Samuel. Lo mismo que Elcaná y Ana presentan a su hijo en el santuario de Silo (1S 2,20), así María y José presentan al niño en el templo. Como Elí bendice a los padres de Samuel (2,22), así Simeón bendice a los de Jesús; lo mismo que en Silo hay algunas mujeres que sirven en el santuario (2,22), así también en Jerusalén Ana "sirve al Señor día y noche con ayunos y oraciones" (Lc 2,37); y lo mismo que Samuel "iba creciendo y se ganaba el aprecio del Señor y de los hombres" (2,26), así también "el niño Jesús crecía y se fortalecía; estaba lleno de sabiduría y gozaba del favor del Señor" (Lc 2,40). La diferencia más notable es que Jesús, a diferencia de Samuel, no se quedó en el templo.
La llegada de Jesús al templo es el cumplimiento de la esperanza mesiánica, anunciada por Malaquías como "purificación del templo y del pueblo" (Ml 3,1-3). Simeón, en el Nunc dimittis, canta el cumplimiento de la promesa y de su esperanza. Pero, tras cantar el cumplimiento de la promesa, Simeón anuncia su profecía a María. Aquel en quien se cumple la promesa de la salvación es también "signo de contradicción", objeto de acogida y de rechazo por parte de Israel. Y esto se repercutirá en María: "A ti misma una espada te atravesará el corazón" (Lc 2,35). Aquella que ha sido presentada con José como fiel observante de la ley de los padres está también ligada al drama del rechazo de su pueblo. En realidad Lucas no se ha fijado en la ceremonia de la purificación de la madre. Sólo nos ha narrado la presentación de Jesús, la ofrenda de Jesús a Dios. Ésta será la purificación de la fe de María a lo largo de toda su vida. La ley no prescribía que se llevase al Templo al primogénito; el rescate se podía hacer sin necesidad de presentarlo. Al llevar a Jesús al templo, María manifiesta su fe en que su Hijo es propiedad del Señor, como Ana lo pensó respecto a su hijo Samuel, que "lo ofreció a Yahveh para todos los días de su vida, diciendo: es un consagrado a Yahveh" (1S 1,28).
El evangelio de Lucas no habla de la presencia de María al pie de la cruz. Pero en su evangelio, la cruz se dibuja ante ella desde el comienzo. La maternidad de María está marcada por el signo pascual, pues su Hijo no podía llegar sino por la muerte al pleno nacimiento filial (Rm 1,3). En Israel, todo primogénito pertenece a Yahveh; los padres deben rescatarlo para que sea su hijo (Ex 13,2.12). Ahora bien, Jesús es llevado al templo, no para ser rescatado, sino "para ser presentado al Señor" (Lc 2,22), pues ya había anunciado el ángel que "el niño que nacerá será santo" (Lc 1,35), consagrado al Señor para siempre. El arrebatamiento junto a Dios (Ap 12,5) comienza desde el nacimiento, para acabar un día en una separación total. Tal es el nacimiento completo de Jesús, hasta allí se extiende la relación materna de María con Él. San Bernardo comenta:
El amor de Cristo es como una flecha elegida, que no sólo hirió el alma de María, sino que la traspasó, para que en su seno virginal no quedara ni una pequeña parte vacía del amor y, así, ella amase a Dios con toda su persona y fuera realmente llena de gracia. La traspasó para llegar hasta nosotros y que todos nosotros participáramos de su amor y, así, ella se convirtiera en la madre de aquel amor del que Dios es Padre. 13
Por eso los vínculos humanos entre el Hijo y la madre se van aflojando continuamente: "¿No sabíais que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?" (Le 2,49). En torno a Jesús se va formando una nueva familia, unida a él por los lazos de la fe: "Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la cumplen" (Lc 11,27). La fe prevalece sobre la carne. A los ojos de María, los rasgos de Jesús van adquiriendo los rasgos del Cristo de Dios. Es el Padre quien atrae a sí a su Hijo, quien se lo arrebata a la madre. Juan desde el comienzo de su evangelio anuncia ya la "hora" suprema: "¿A ti y a mí qué? Mi hora todavía no ha llegado" (Jn 2,4). La hora de Jesús, la de su pascua, es también la de la Iglesia en su paso de la antigua a la nueva alianza. Jesús cumple en Caná el primero de sus signos, que son todos anuncios de "su hora". Y "la madre de Jesús estaba allí" (Jn 2,1). María no es llamada por su nombre: es la madre de Jesús, a la que Jesús llama con un nombre inusual: ¡Mujer! Los dos términos convienen a María: ella es la mujer-madre, el símbolo de la nación de la alianza.
La espada evoca en el lenguaje bíblico la palabra de Dios. 14 Esta palabra está presente ahora. Los mismos poemas del Siervo, con los que Simeón describe a Jesús como luz de las naciones y gloria de Israel (Is 42,6; 49,6), afirman: "Convirtió mi boca en espada afilada" (Is 49,2). La "espada" que atravesará el corazón de María será, pues, la Palabra de Dios, que se hace presente en su Hijo Jesús: lo mismo que Israel, también María tendrá que enfrentarse con esta palabra; no se le ahorrará el esfuerzo de creer (Le 2,48-51), puesto que tendrá que guardar y meditar hechos y palabras que no siempre entiende. Pero a diferencia de muchos en Israel, María, como expresión del Israel fiel, perseverará en la fe hasta el fin, hasta el momento de la cruz.
Como la vida de Cristo, según el evangelio de Lucas, fine una lenta y decidida "subida a Jerusalén" (Le 9,31), la de María fue igualmente un acompañar a Jesús en su camino hasta la cruz. Ya las palabras de Simeón: "Una espada atravesará tu alma", que María, sin duda, guardó en su corazón, fueron un preludio de su misión: "estar con Jesús junto a la cruz". Juan. Pablo II, en la Redemptoris mater, aplica a María la palabra de la kénosis, que Pablo ha aplicado a Cristo (Flp 2,6-7): "Mediante la fe, María está perfectamente unida a Cristo en su despojamiento. Es ésta tal vez la más profunda kénosis de la fe en la historia de la humanidad" (RM 18). Esta kénosis se consumó bajo la cruz, pero comenzó mucho antes, en Nazaret y a lo largo de toda la vida pública de Jesús, en esa "peregrinación de la fe":
No es difícil notar una particular fatiga del corazón, unida a una especie de "noche de la fe" -usando una expresión de san Juan de la Cruz-, como un velo a través del cual hay que acercarse al Invisible y vivir en intimidad con el misterio.15 Pues de este modo María, durante muchos años, permaneció en intimidad con el misterio de su Hijo, y avanzaba en su itinerario de la fe (13,M 17).
En lugar de hablar de los "privilegios" de María, el Vaticano II nos presenta a María siguiendo las huellas de su Hijo, asociada a Él. Y Cristo, aunque no tuvo pecado alguno, experimentó por nosotros la fatiga, el dolor, la angustia, las tentaciones y la muerte, todas las consecuencias del pecado. María, como Cristo, siendo su Madre, aprendió lo que es la obediencia con el sufrimiento, de modo que podemos decir que tenemos una madre que puede comprender nuestras enfermedades, nuestra fatiga, nuestras tentaciones, habiendo sido ella probada en todas esas cosas, semejante en todo a nosotros, excepto el pecado (Hb 4,15;5,8).
Ella es la Virgen, Hija de Sión, que cumpliendo la ley, te presentó en el templo a su Hijo, gloria de tu pueblo Israel y luz de todas las naciones. Ella es la Virgen, puesta al servicio de la obra de la salvación, que te ofrece al Cordero sin mancha, que será inmolado por nuestra salvación en el ara de la cruz. Así, Señor, por tu designio, el mismo amor asocia al Hijo y a la Madre; los une el mismo dolor y los impulsa la misma voluntad de agradarte.16
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